miércoles, 24 de abril de 2013

LA BITACORA DEL MARINERO MAS CHAMBON DEL CARIBE

Los indígenas cuna aparecieron de pronto en una canoa de palo ofreciendo 'artesanías de la región'. De Cartagena al puerto de Colón, en Panamá, Juan Gossaín narra su aventura marítima en lancha. Día 1 Desde que zarpamos de Cartagena de Indias, y hasta la llegada a Sapzurro, en los confines del Chocó, donde termina Colombia y empieza Panamá, el viaje fue un contento: sol espléndido y mar tranquilo. Lo tétrico vendría después de atravesar la frontera: vientos cruzados, días negros, el oleaje enfurecido. En Sapzurro viven trescientas personas, y todas son parientes. Hay desde campesinos paisas hasta atletas olímpicos de Cali. Una señora, Andrea Restrepo, emprendedora como todos los de su origen, acaba de montar la primera estación de gasolina para embarcaciones. Es una bendición para los navegantes perdidos. Al frente de nosotros, como si fuera una pared, el Tapón del Darién. La serranía siempre oscura y brumosa. Al otro lado, virando en Cabo Tiburón, están las primeras casas panameñas. Puerto Obaldía son apenas dos calles pavimentadas con caracolas. El mar en un extremo y una iglesia en el otro. La campana está amarrada con cáñamo en un hueco que pretende ser la torre. Allí los vimos, arrinconados, cubiertos con camisolas de franela. Eran los cubanos. Andan en grupitos por el pueblo. Hablan entre ellos. En su país pagan el dinero equivalente a un año de trabajo para poder marcharse. Se juntan en Ecuador, donde los aglomeran traficantes de carne humana, y después los llevan clandestinamente a Turbo. Cruzan a Panamá, tratando de meterse hacia arriba, hacia Centroamérica, en busca de la frontera con México, para marcharse a los Estados Unidos. La gendarmería panameña los detiene porque no cargan documentos de ingreso. No saben qué hacer con ellos. El año pasado fueron dos mil quinientos. Casi todos se devolvieron. Los demás se dispersaron por islas y pueblos de mar. Un lanchero de Turbo llevó a cuatro cubanos hasta las afueras de Obaldía. Los escondió en un cerro, mientras pasaba la noche, y al amanecer, tras recibir la plata del viaje, los arrojó al mar desde lo alto de la colina, para que se fueran nadando. Se ahogaron tres. Ya está llegando la sobretarde. Vemos los últimos resplandores del sol entre una masa de nubes rojas. Nos adentramos en la selva por el mar. Hacemos noche cerca de unos arrecifes, frente al islote más humilde que haya visto en mi vida: un puñado de tierra amarillenta con dos palmeras raquíticas. Día 2 El mar se embraveció al amanecer, cuando pasamos por Isla Pinos. Un muro de agua se nos viene encima. Es como un edificio. El ventarrón zarandea la lancha como si fuera la cáscara de un coco. Dos olas nos pasan por encima. A lo lejos se ven unos lamparazos de espuma blanca que parecen bordados sobre la cresta de la ola. Es entonces cuando los navegantes más curtidos se asustan, mirando el horizonte del mar, porque dicen que el hombre amaneció con encajitos. Los pescadores, atemorizados, susurran que el man está canoso. Los vientos del Caribe son tan caprichosos que soplan ahora desde los cuatro puntos cardinales, cruzándose, enloquecidos, y lo vapulean a uno como si estuviera en el corazón de un torbellino. Un helicóptero de la armada panameña sobrevuela nuestras cabezas. El archipiélago de San Blas es tan grande que cualquiera pensaría que hay más tierra que agua. A lo mejor sería posible recorrerlo saltando entre un terraplén y otro, como quien juega rayuela. Unos indígenas cunas se acercan a nosotros remando en su canoa de palo. Son tres: una anciana con dos nietos. Están vendiendo artesanías de la región porque el nieto mayor necesita dos cuadernos y un bolígrafo. Mi mujer se emociona. Les compra una manta hermosa de todos los colores. Es como si acabara de comprar el arco iris. En su media lengua la india explica que fue tejida a mano y pintada con los colores explosivos del trópico, un azul que es casi morado, una luna brillante rodeada de estrellas, guacamayas y loros, un tigre de cara amable. El arte ancestral de los indígenas. Cuando ya los nativos se van, y mientras mi mujer se mide con orgullo la manta sobre los hombros, veo en una esquina de la tela una pequeña etiqueta que dice made in China. Día 3 Lo peor sobrevino el miércoles santo. En mitad del viaje la lancha estuvo a punto de voltearse. Las maretas furiosas se despedazaban con un chisporroteo contra los arrecifes de coral. En los cayos del Diablo, por ejemplo, el nudo coralino es tan complejo que las olas que van para mar abierto se encuentran de repente con esa muralla submarina, pegan contra ella y se devuelven hacia la playa, como si algo las hubiera asustado, obligándolas a regresarse. El espectáculo es magnífico y sobrecogedor. Al tercer día por fin sale el sol, pero se apaga de inmediato. Parece que solo vino fue a saludar. Fondeamos en una isleta arenosa llamada Mamitupu. Aquí no sopla ni pizca de brisa. Las hojas de los árboles se caen de viejas. Día 4 Desde una goleta de tablas desclavadas, que cabecea en la orilla, un hombre gordo me llama por mi nombre. –Colega –me grita, haciendo una bocina con las manos. Intrigado, pregunto a los vecinos por qué me dice colega. Anda de pueblo en pueblo pregonando mercancías con un megáfono. “Como hacías tú en la radio”, dicen. Es un comerciante colombiano que viene de Cartagena en un viaje que dura tres días. Les vende a los nativos cuanta chuchería mandó Dios al mundo: camisetas de colores, cebollas por libra, maquillaje para mujeres, desodorante en barra, latas de sopa, aguardiente, brea dura para calafatear la juntura de las canoas. Si no tienen dinero le pueden pagar con camarones crudos, cocos de agua o pescado en postas. Los pescados por aquí crecen tanto que nos vendieron un pargo rojo casi tan largo como un poste del alumbrado. Desde el agua vemos los techos de los bohíos curtidos por tantos soles y por las lluvias interminables del Darién. Las únicas edificaciones hechas de ladrillo y caladitos de cemento son las iglesias de los misioneros. Las distingue uno por la cruz de baldosines en el frontispicio. –Aina –nos saluda un indio desde la puerta de su rancho. ‘Aina’ significa “amigo” en el lenguaje de los cunas. Día 5 Paramos a comprar agua en un pueblo muy extraño, dos pedazos de una misma isla que el mar rompió por la mitad. Hoy parecen dos rodajas de naranja unidas por un puente con techo de tejas. Una mitad es el pueblo de Sagrado Corazón y la otra se llama Narganá. En esta ranchería perdida está, completa, la historia de América: media con su nombre indígena, la otra con uno cristiano. En el muelle está anclado un barco, Caribbean Star 23, que tiene en lo alto la bandera panameña y a su lado otra bandera con la cruz gamada, que identificaba a los nazis de Hitler. En el Caribe todas esas chifladuras son posibles. Por aquí nada es desconcertante. Al lado de los nazis navega una chalupa invertida que lleva el motor atrás, en lo que debería ser la proa, y la popa para adelante. En estos parajes fue donde los primeros navegantes europeos, enloquecidos por la fiebre y la codicia, dejaron escrito que habían visto un pájaro que solo volaba en reversa, pero sin tener nunca la precaución de mirar hacia atrás. Hoy, por fortuna, se acabó en nuestra lancha la provisión de quesos. Estoy hasta la coronilla del queso. Viene hacia nosotros un velero a la deriva con una bandera holandesa hecha jirones. Su tripulante lleva un perro acostado con él en la hamaca. Debajo, dos piñas y un reguero interminable de botellas de ron vacías. Día 6 El Viernes Santo, poco antes del mediodía, el mar y el horizonte se pusieron tan negros como las nubes. Entonces empezó a llover. Eran unas gotas grandes, gordas y espesas como perdigones. El aire estaba lúgubre. Pero ni siquiera la lluvia logró que amainara el ventarrón. Un pájaro negro pasó graznando de miedo, en busca de refugio. Tuvimos que escondernos en una ensenada. Poco después de las tres de la tarde apareció un pedazo de cielo azul, y el mundo resucitó de repente. La luz se puso radiante. A lo lejos vimos una franja larga y angosta de arena de playa, semejante a una tira de papel de lija. Allí estaban, alineados, los tres morros de Isla Grande, más altos que anchos, que tienen la misma forma de un ponqué de matrimonio. En las primeras casas con techos de colores, entre árboles y piedras, descubrimos la marca inconfundible de nuestra época: una antena de televisión. Muchachos temerarios pasan volando en unas motocicletas acuáticas. Dormimos en paz por primera vez en una semana. Mañana, cuando despunte el día, pondremos proa a la ciudad de Colón. Día 7 Dicen los historiadores que Colón gritó “tierra” cuando vio a América. En cambio, yo grité “Colón” cuando vi tierra. Con el estómago hecho un estrago, y rogándole a Dios por una sopita caliente, avistamos a Colón, la segunda ciudad de Panamá. Los primeros edificios y las grúas del puerto. Tierra firme por fin. A la derecha, entre la manigua tupida, y a través de la bruma caliente que se levanta del suelo, puedo ver las antiguas bases gringas en la zona del Canal, carcomidas por la selva implacable. Lo único que sobrevive de aquella altanería imperial es la culata de una casa, desconchada por la inclemencia tropical y sucia de cagarruta de pájaros. Ahora los que mandan son los árboles. Colón no es una ciudad ni un pueblo. Colón es una bodega. Solo sirve para almacenar cachivaches. En realidad, Colón es el sanandresito más grande del mundo. Tiendas repletas de licores. Cajas de televisores en las esquinas. Hotelazos, hotelitos y hoteluchos. Tenderetes y tendales sin paredes para amontonar licuadoras. Mercaderes que hablan siete idiomas, aventureros y compradores, traficantes de diamantes, mercachifles que ofrecen una computadora o una ametralladora. Epílogo De manera que este es el famoso lugar del que procedían, cuando yo era niño, las mujeres llamadas “coloneras”, que se ganaban la vida vendiendo frasquitos de perfume barato. Siempre he sospechado que eran muestras gratis regaladas por las fábricas. Ahora que lo pienso bien: ¿por qué sería que la gente compraba tantas vajillas chinas y relojes redondos de pared? Me parece que en mi pueblo había más vajillas que comida y más relojes que paredes. Alguna vez escribí que el mar es la prueba de que Dios existe. En este viaje, que fue debut y despedida, he podido comprobarlo en carne propia. La mía, en consecuencia, ha sido la carrera de marinero más breve de la historia. Con decirles que ni siquiera sé nadar. Juan Gossaín

lunes, 15 de abril de 2013

LEANDRO DIAZ, EL POETA Y LOS OJOS DEL ALMA

“Cuando matilde camina, hasta sonríe la sabana” el fragmento de la canción del maestro Leandro Díaz, Matilde Lina, le recuerda a muchos que aún hay juglares, personajes que iban de pueblo en pueblo narrando historias, aquellos héroes del folclor costeño que enamoraron a más de una con sus versos; pero también les mantiene la imagen viva de que el maestro Díaz es el último de una generación y que después de que él ya no esté en cuerpo presente, la juglaría podría convertirse en una leyenda. Francisco el hombre, Rafael Escalona, Fredy Molina, Octavio Daza, Tobías Enrique Pumarejo y José Hernández, entre otros, fueron junto a Leandro Díaz los poetas del vallenato, quienes acompañaban sus composiciones con el acordeón o la guacharaca, instrumentos que le dan ritmo a ese sonido que encanta y pone a bailar. El maestro Leandro Díaz es llamado la “leyenda viva” y por eso Old Parr le rendirá un homenaje lanzando una edición especial en su nombre EL NUEVO SIGLO: ¿Qué siente que Old Parr le brinde un homenaje? LEANDRO DÍAZ:Yo esperaba un reconocimiento pero no me imaginé nunca que fuera Old Parr el que lo hiciera, es un agradecimiento extraordinario porque cuando deje de existir quedará mi nombre y mis composiciones, y esta es una bonita manera de recordarlas. ENS: ¿Por qué se ha perdido la tradición de la juglaría? LD: Se perdió porque en Colombia se miraba con muy poco aprecio a los juglares, entonces la gente se fue apartando un poco y se fue olvidando de eso. La juglaría es como un jardín que necesita ser regado para que viva y tenga fortaleza de florecer, así mismo, la melodía necesita que alguien siga pendiente de ella. ENS: ¿Cómo ve las composiciones vallenatas actuales? LD: Están entrando al vallenato otros aires, como buscando el merengue, algo más comercial y eso es lo que gusta ahora y vende. ENS: ¿Qué se podría hacer para no dejar perder el legado de la juglaría? LD: Seguir produciendo buena música, pero eso es muy difícil porque aquí al artista no se le tiene en cuenta, se tiene más en cuenta al de otros países. Por ejemplo ya no escuchamos la música de los Corraleros del Majagual, ni de Lucho Bermúdez o Pacho Galán, gente que dejó aires para que se siguiera pero todo ha cambiado por la falta de aprecio. ENS: Son pocos los jóvenes que conocen de los juglares ¿Cómo enseñarles sobre esta tradición para que no se pierda? LD: Antes de hacer una canción se debe hacer un recorrido de lo que se va a componer, los jóvenes se tienen que dedicar a la investigación para no hacer lo mismo, porque si uno cambia la gente cambia, uno indica el camino que debe tomar la humanidad. ENS: ¿Cómo le mostró el alma todo lo que plasmó en sus canciones? LD: Es difícil definirlo siquiera, yo quiero mucho lo mío y parece que se me fuera a salir del cuerpo cuando oigo una canción transformada. ENS: ¿Existe en las composiciones vallenatas actuales algo del legado de los juglares? LD: Queda solo una sombra de lo que nosotros quisimos hacer y no hay interés en lo de ayer. Antes, si le cantábamos a una dama se le hacían unos versos hermosos y la dama recibía esos versos con fe y amor, pero hoy todos lo reciben con menos aprecio. ENS: ¿El Festival de la Leyenda Vallenata ha guardado los valores de la juglaría? LD: Sí. Aún le da fuerza y nombre, sin embargo se ha olvidado su tradición, se ha retirado entre las personas y las composiciones y ahí no se puede hacer nada. ENS: ¿Qué siente cuando le dicen “Leyenda viva”? LD: Lo recibo con mucho aprecio porque creo que no mienten, la gente cuando siente algo grato por los demás se expresa de una manera que al oírlo se sabe si es aprecio o para pasar el rato y esa frase es de aprecio. Fuente: ElNuevoSiglo.com.co

ALFREDO GUTIERREZ: EL REBELDE DEL VALLENATO


Rompió todas las reglas del vallenato al usar el acordeón en porros y cumbias.

Entonces el rey era uno sólo y se llamaba Alejandro Durán Díaz. El Negro Alejo. Se había coronado con todas las credenciales el año anterior (1968) en la tarima de tabla, que se llamaría después ‘Francisco el Hombre’, de la plaza Alfonso López en Valledupar. La misma tarimita en la que hacía apenas 12 meses se había proclamado el Cesar como departamento. Pero ahora el recién nacido festival ofrecía una nueva oportunidad a la grandeza, a la posibilidad de ser un soberano del acordeón. Los artistas, con sus sombreros y sus abarcas tres puntá, se medían en los patios de las casas de los notables de la ciudad, a las que llegaban multitudes sólo por el placer de verlos entonar un canto o tomarse un trago de ron. Como hoy en día, pero sin tanto político, sin tanto club social y, lo mejor, sin tener que pagar la entrada. De la sabana de Sucre llegó un bicho raro cantando un merengue que acusaron de ser “acumbiao”, por no parecerse al vallenato tradicional. Su título es Papel quemado.

Las muchachas dicen que yo soy papel quemado.

No puedo enamorar porque estoy comprometido ¡Ay!

Que soy un borracho pernicioso y sin embargo

Donde quiera que llego un amor yo me consigo.

En realidad, el bicho raro era ya un reconocido intérprete de canciones, como Ojos indios y La cañaguatera, que se bailaban por los rincones del Valle de Upar, del Magdalena y de Bolívar: Alfredo de Jesús Gutiérrez Vital, entonces de 26 años, el artista que desde sus inicios se atrevió a usar el acordeón en aires musicales no habituales para ese instrumento, como la cumbia, el porro y el chandé. Mejor dicho, el hombre que metió al acordeón donde no debía estar. O donde algunos decían que no debía estar. Como varios puristas de Valledupar, que le quisieron cobrar caro aquel merengue “acumbiao”.

Sucedió durante las eliminatorias del concurso. Yo siempre tuve mi temperamento rebelde y me daba cuenta de que a los músicos que participaban en el festival, en el día, los ponían a tocar en los clubes de Valledupar o en las parrandas de algunas casas, pero luego no los tenían en cuenta para nada. Yo empecé a reclamar. Le reclamaba a la Doña. A la que sabemos. Y ahí comenzó esa antipatía. Yo no me dejaba manosear, como manoseaban a ‘Colacho’ o a Luis Enrique Martínez, que no les daban nada. Les daban era ron. La gente estaba conmigo, no dejaban de aplaudirme. Entonces, cuando yo estaba compitiendo en los quioscos, en plenas preliminares, ella llega y le dice al jurado que no tenga en cuenta las aclamaciones del público porque yo estaba tocando otra cosa que no era vallenato.

Muy digno, el aspirante a rey anunció su retiro del festival en medio de los gritos histéricos de “que sigaaa, que sigaaa” de la gente y Pedro Juan Meléndez, un veterano de la radio que en ese momento transmitía el evento para la emisora Olímpica y hoy cuenta 80 años, sentenció al aire su destino: “Señoras y señores, ha nacido un rebelde del acordeón”.

***

Alfredo Gutiérrez se coronó en tres ocasiones Rey del Festival de la Leyenda Vallenata (en 1974, en 1978 y en 1986), pero nunca ha dejado de ser el rebelde aquel que se le enfrentó a la Señora del evento, la fundadora, Consuelo Araújo Noguera, La Cacica. Eso sí: para lograr esa conquista, que ningún otro acordeonero ha alcanzado en 42 años de historia, tuvo que quitarse la camisa de la cumbia y vestirse con el traje del vallenato tradicional. Ah, pero eso no le significó claudicar. En 1987 volvió por sus fueros cuando se realizó el primer concurso Rey de Reyes, al que sólo llegan a participar los grandes.

Los organizadores empapelaron las calles con afiches de ‘Colacho’ Mendoza. Entonces, yo pensé: esto como que ya está montado para que gane ‘Colacho’, y me retiré. Finalmente, ‘Colacho’ fue el que ganó ese año.

Su primera transgresión profesional, relata su biógrafo, el periodista Fausto Pérez Villarreal, data de 1965, cinco años después del nacimiento de Los corraleros de Majagual, la agrupación histórica (calificada por unos expertos como la Selección Colombia de la Música y, por otros, como la Sonora Matancera nacional), que conformaron Calixto Ochoa, César Castro, Lisandro Meza, Eliseo Herrera, Chico Cervantes y Alfredo Gutiérrez, entre otros. Al parecer, el viejo Toño Fuentes, cartagenero, dueño de Discos Fuentes y cofundador de la orquesta junto con los artistas, quiso registrarla como obra exclusiva suya. ¿Adivinen? El acordeonero no aceptó y abandonó el proyecto, no sin antes robarse a los músicos de bajo perfil, como el cajero y el guacharaquero.

No sólo se los robó para una nueva propuesta que bautizó como Alfredo Gutiérrez y sus estrellas. También, los uniformó. Los hizo acompañar de un bajo eléctrico y de coristas. Y contrató a un presentador en escena. Cuando algunos juglares andaban todavía en burro, alegrando cualquier esquina de pueblo con su canto, Alfredo Gutiérrez convirtió el oficio en una empresa con aspiraciones. Cuando la del acordeonero era una figura menor frente a la del cantante, Alfredo Gutiérrez le defendió su estatus. De nuevo, los puristas lo acusaron. Lo llamaron depredador del vallenato. Sin duda, la culpa fue de su rebeldía, de su desobediencia. Hombrecito atrevido, carajo.

Pero agárrense, puristas del vallenato, lo peor estaba por venir: Alfredo Gutiérrez se levantó un día y decidió que iba a tocar el acordeón con los pies. ¡Padre Santo, Francisco el Hombre tiene que estar revolcándose en su tumba! El primer espectáculo lo dio en Barranquilla, en el Carnaval de 1971. Alternaba con un sexteto venezolano que por la época causaba furor, llamado Los blancos de Venezuela, y cuyo timbalero se ganó todos los aplausos del público. Como le tocaba cerrar la presentación, quedó con una espinita. No quería ser menos que los venezolanos y su tal timbalero. Así fue que, finalizando su última canción, se quitó los zapatos, se tiró al suelo y empezó a tocar con los dedos de los pies. Ahora, no hay contrato que firme en el que los empresarios no le exijan hacer el show.

Aunque un verdadero show fue el que protagonizó en Venezuela, en 1981, cuando se le dio por aprenderse el himno de los vecinos y tocárselos con su acordeón. Ese mismo año se había presentado en el Madison Square Garden de Nueva York y fue ovacionado y cargado en hombros al interpretar con su instrumento el himno de los Estados Unidos. Quiso repetir la gracia, pero muchos (¿puristas otra vez?) se ofendieron y lo fueron a buscar al hotel en el que se hospedaba para pegarle. Me levantaron a planazos.

En el país, el apoyo le llegó desde la Presidencia para abajo, pero cuando unos periodistas le cuestionaron si realmente le habían pegado tanto como estaba asegurando, a Alfredo Gutiérrez, el rebelde del vallenato, sólo se le ocurrió bajarse los pantalones y mostrar a la televisión sus nalgas moradas por la golpiza. Tiempo después, nació de su autoría la canción Las tapas morás.

En Colombia hay cultura yo soy muy bolivariano

Pero los venezolanos nos tratan con mano dura

Con las tapas morás me mandaron pa acá

Ese Óscar de León me levantó a planazos

Y hasta el pobre acordeón ¡ay! Sintió los porrazos.

Exactamente una década después volvió a cobrar gran notoriedad en otro país: en Alemania, donde ganó en dos ocasiones el título de Campeón Mundial del Acordeón, una de ellas frente a un músico vienés con cuatro años de conservatorio. Cuando le preguntaron de qué conservatorio había salido él, atinó a contestar: De cosa aprendí a leer con el profesor Arquímedes y no hice ni un año de escolaridad.

Al profesor Arquímedes lo conoció en Sabanas de Beltrán, la vereda de Paloquemao, en el Sucre que alguna vez perteneció a Bolívar, en la que nació en 1943. Fue concebido en una vela de cumbia o velorio cantao, que es una fiesta que se les ofrece a los santos por las buenas cosechas. Su padre, Alfredo Enrique Gutiérrez Acosta —acordeonero de La Paz, Cesar, encargado de amenizar el festejo—. Su madre, Dioselina de Jesús Vital Almanza —bailarina de cumbia, quien le dio seis hermanos—. Lo hicieron en un fandango.

Su matrimonio con el acordeón, por supuesto, lo organizó el padre, que siendo Alfredo de Jesús un niño lo vinculó a la agrupación Los pequeños vallenatos.

En el 57 se acaba el grupo porque mi papá ya estaba muy mal de un cáncer cutáneo en la nariz. Murió en el 58 y yo dejé de tocar el acordeón como seis meses. Un día me di cuenta de que el instrumento se me había dañado y se me dio por ir a arreglarlo donde Calixto Ochoa, que vivía en Sincelejo. Ahí lo conocí y se convirtió en un padre.

El viejo Calixto lo vinculó a la agrupación que luego bautizarían como Los corraleros de Majagual y el resto es historia cantada.

Desde entonces ha pasado mucho: 12 hijos, con la misma, pero con distinta mujé, como dijo ‘El Negro’ Alejo. Una esposa vallenata, llamada Cecilia Moscote, y la época del desorden. Pero ahí sigue la rebeldía. Y una carrera musical vigente, con contratos todos los fines de semana y una lluvia de homenajes.

“Alfredo fue el primer acordionista que supo amalgamar el estilo de la música sabanera, que es el porro y la cumbia, con el vallenato. Ahí radica su importancia”, sentencia el periodista sabanero Juan Carlos Díaz, quien añade que son contados los artistas que han logrado mantenerse 50 años en el mercado. ¡Cincuenta años bailando por cuenta de Alfredo Gutiérrez!

O si no, que lo digan en Guararé.

Carnaval de Barranquilla, a sus pies

El sábado, en el estadio Romelio Martínez de ‘La Arenosa’, la Fundación Carnaval de Barranquilla entregará una placa de reconocimiento al llamado “Rebelde del acordeón”, Alfredo de Jesús Gutiérrez Vital, para celebrar sus 50 años de vida artística y por su valioso aporte a la música del carnaval, que ya celebra sus momentos previos. El único que ha sido tres veces Rey Vallenato será el artista festejado en esta ocasión en el marco del programa “Carnaval, su música y sus raíces”. Y es que no son pocos los éxitos que el acordeonero ha puesto a sonar para la fiesta de fiestas de Barranquilla. Este año, por ejemplo, seguramente será el turno del Parce goterero. Antes, se cuentan canciones como La banda borracha y Festival en Guararé.

sábado, 6 de abril de 2013

LAS PRIMERAS ANDANZAS DE COLACHO EN VALLEDUPAR

El mercado público de nuestros pueblos provincianos era el sitio preferido por los músicos que llegaban de paso o para quedarse siempre pendientes de algún rebusque con los viajeros, comerciantes, finqueros o bebedores amanecios, que allí se congregaban con el fin de resolver cualquier necesidad. Fue en el viejo mercado de Valledupar donde una tarde decembrina del año 1954, el Yio Pavajeau y Jaime Molina, descubrieron a Colacho Mendoza cervezeando con un par de paisanos y tocando solo con un viejo acordeón de aquellos de dos hileras llamados guacamayos. Se quedaron allí noveleriando y entusiasmados por la nota alegre y precisa que desgranaba el joven y desconocido acordeonero. Se asociaron con los bebedores y después de mandar algunas tandas de cerveza Nevada cuadraron un encuentro para el día siguiente en la residencia de Norberto Baute donde Lucho Castilla, un acordeonero local amenizaba una colita. Un verdadero y cordial mano a mano sostuvieron los dos músicos generando muchos elogios y efusivos abrazos. Este encuentro con el Yio Pavajeau fue determinante para que Colacho cambiara el escenario y dejara el rebusque en el mercado para entonces entrar airoso a la plaza Alfonso López y ser presentado y aceptado ante la sociedad vallenata, que en ese entonces miraba con recelo a los músicos de acordeón. La sencillez y calidad de Colacho se ganaron el aprecio y admiración del Dr. Roberto Pavajeau quien veía con agrado el nuevo compañero de su hijo Armando “el yio”; fue una amistad muy bonita, siempre andaban juntos y este después de enseñarlo a manejar en su campero Willis, Colacho comenzó a trabajar para la familia Pavajeau Molina. Él era el encargado de traer de la finca Jericó, cerca a Valledupar los cuatro calambucos de leche que diariamente dejaba el ordeño. En ocasiones en que el parrandeaba con amigos diferentes Doña Rita, la señora madre de los hermanos Pavajeau siempre le enviaba la razón que no se olvidara de buscar la leche por la mañanita. Colacho jamás le falló, pues en la madrugada se iba con quien estuviera bebiendo hasta Jericó y al son del acordeón muy temprano se presentaba con la leche. La responsabilidad fue una de sus grandes virtudes. Su biógrafo, el incansable y acucioso investigador Jaime Maestre Aponte nos ubica a Colacho llegando a Valledupar en el 53 como huésped de su amigo y colega Víctor Camarillo. Viajaba desde La Jagua del Pilar en el bus “La villanuevera” de Abel Darío y desde muy temprano se dedicaba a vender lotería en el sector del mercado para regresar por la tarde por el mismo conducto, diariamente iba y venía, así duro algun tiempo, hasta ser descubierto por los Pavajeau quienes lo relacionaron con el maestro Escalona y de la mano de este inicio el recorrido victorioso a través de nuestra historia musical que hoy lo registra con el nobilísimo titulo de primer Rey de Reyes del folclor vallenato. Por: Julio Oñate M.

El Sudor Frio De Chema Ramos

Matita es un pueblecito de la Guajira distante una hora de Riohacha que en la época de la bonanza marimbera se hizo tristemente celebre por su pista de aterrizaje y por los aviones que casi a diario allí “se tiraban” sin que nunca las autoridades se enteraran. Fue la época del billete a manos llenas de las extravagancias y de los culopuyú así llamados a aquellos que se empretinaban el arma en la parte trasera pero siempre se les notaba la punta del cañón puyando el pantalón. Un par de empresarios locales organizaron una caseta en la fiesta del pueblo y para el baile contrataron al Rey vallenato Chema Ramos y su conjunto Los indios Urumas. La gente de los pueblos cercanos y veredas del entorno colmaron el salón y el éxito fue total. Al día siguiente tan solo después del medio día apareció uno de los contratistas pero sin un peso con el cuento que el socio lo había tumbado volándose con la plata del baile, pero tratando de hacerle frente al compromiso le dijo a Chema: vea compi pa’ que no se vaya limpio, llévese estos dos bultos de marihuana “concha e’ coco” que tengo aquí en el cara e’ sapo, que de esa calidá enseguida se la quitan de las manos; un sudor frío invadió el cuerpo de Chema y muy asustado con la presión a to´ timbal le respondió: ombe amigo yo la única vez que he salido en la primera hoja del periódico fue cuando me gane el festival y no quiero que la segunda sea por estar tirárdomelas de gavilán mayor. La verdá yo de ese negocio no entiendo, así que véndalos usté y búsqueme la plata que necesito viajar con mis muchachos, o por lo menos consígame los viáticos de la buseta y dígame cuando vuelvo por lo del toque. En esos momentos se presento Chanito un individuo de piel oscura, pelo muy quieto y robusto con una mochila full de billete diciéndole, oiga maestro usté no se puede ir, estoy recién casado y necesito llevarle una serenata a mi esposa y sacando un fajo de la mochila le dio de arrancada un millón de pesos, alguien le dijo a Chema, pilas que este tipo es peligroso. Con ese dinero ya estaba el mundo arreglado y se fueron con Chanito para un kiosco que el tenía en un patio grande con varias habitaciones y en cada una, una hembra, todas muy elegantes, venían de Maracaibo y eran las esposas del personaje. El conjunto se instaló, comenzó la fiesta y Chanito las fué bailoteando a todas hasta que finalmente se encaletó en uno de los cuartos, ordenándole a los músicos que siguieran tocando solos. Mas tarde apareció un tipo de gran estatura, en temple y con algo protuberante debajo de la camisa por fuera, por el tamaño de la cacha debe ser un magnun pensó Chema, al fulano le decían “Siete y medio” y les ordenó: tóquenme “La hija de Amaranto” y en el acto fue complacido, tóquenla otra vez vocifero y de nuevo se la sonaron, vuélvanmela a repetir les exigió y en esa forma se las hizo tocar ocho veces; Chema estaba cansado y le pidió a Chelo que lo relevara en el acordeón pues este también le jala, pero solo a las guarachas y charrangas y arrancó entonces con el acordeón pitador, el fulano agarro la cacha del arma y les advirtió parando la música: esa no coño e’ madre, es “La hija de Amaranto” la que yo quiero y les pregunto cuanto son ustedes, somos ocho dijo Chelo, bueno ripostó, voy a matar a siete pa ´que quede uno vivo y pueda echar el cuento, en tanto Chema logró llegar al cuarto donde estaba Chanito rendido, y lo levantó haciéndole saber la humillada que les estaba pegando “Siete y medio”. Este cogió una pistola y dándole un revolver a Chema le dijo: vamos pa’ que ahora lo humille uste a el; nuevamente el sudor frío lo invadió y con Chanito adelante y el atrás llegaron al kiosco, y de un calibrazo Chanito tiro al tipo al suelo, desármelo! Le ordeno a Chema y cuando este le levantó la camisa lo que encontró fue un plátano verde empiretinao. El tipo se fue profiriendo amenazas y Chanito los dejo emprender el viaje de regreso. En lo sucesivo Chema solo llegaba en sus toques hasta Barrancas pues pensaba que en alguno de los pueblos mas allá se podría tropezar de nuevo a siete y medio pero esta vez no con un plátano sino con una nueve milímetros. Mil episodios como este vivieron nuestros artistas en aquella época de la bonanza, los culopuyú y las extravagancias. Por Julio Oñate M.