miércoles, 24 de abril de 2013

LA BITACORA DEL MARINERO MAS CHAMBON DEL CARIBE

Los indígenas cuna aparecieron de pronto en una canoa de palo ofreciendo 'artesanías de la región'. De Cartagena al puerto de Colón, en Panamá, Juan Gossaín narra su aventura marítima en lancha. Día 1 Desde que zarpamos de Cartagena de Indias, y hasta la llegada a Sapzurro, en los confines del Chocó, donde termina Colombia y empieza Panamá, el viaje fue un contento: sol espléndido y mar tranquilo. Lo tétrico vendría después de atravesar la frontera: vientos cruzados, días negros, el oleaje enfurecido. En Sapzurro viven trescientas personas, y todas son parientes. Hay desde campesinos paisas hasta atletas olímpicos de Cali. Una señora, Andrea Restrepo, emprendedora como todos los de su origen, acaba de montar la primera estación de gasolina para embarcaciones. Es una bendición para los navegantes perdidos. Al frente de nosotros, como si fuera una pared, el Tapón del Darién. La serranía siempre oscura y brumosa. Al otro lado, virando en Cabo Tiburón, están las primeras casas panameñas. Puerto Obaldía son apenas dos calles pavimentadas con caracolas. El mar en un extremo y una iglesia en el otro. La campana está amarrada con cáñamo en un hueco que pretende ser la torre. Allí los vimos, arrinconados, cubiertos con camisolas de franela. Eran los cubanos. Andan en grupitos por el pueblo. Hablan entre ellos. En su país pagan el dinero equivalente a un año de trabajo para poder marcharse. Se juntan en Ecuador, donde los aglomeran traficantes de carne humana, y después los llevan clandestinamente a Turbo. Cruzan a Panamá, tratando de meterse hacia arriba, hacia Centroamérica, en busca de la frontera con México, para marcharse a los Estados Unidos. La gendarmería panameña los detiene porque no cargan documentos de ingreso. No saben qué hacer con ellos. El año pasado fueron dos mil quinientos. Casi todos se devolvieron. Los demás se dispersaron por islas y pueblos de mar. Un lanchero de Turbo llevó a cuatro cubanos hasta las afueras de Obaldía. Los escondió en un cerro, mientras pasaba la noche, y al amanecer, tras recibir la plata del viaje, los arrojó al mar desde lo alto de la colina, para que se fueran nadando. Se ahogaron tres. Ya está llegando la sobretarde. Vemos los últimos resplandores del sol entre una masa de nubes rojas. Nos adentramos en la selva por el mar. Hacemos noche cerca de unos arrecifes, frente al islote más humilde que haya visto en mi vida: un puñado de tierra amarillenta con dos palmeras raquíticas. Día 2 El mar se embraveció al amanecer, cuando pasamos por Isla Pinos. Un muro de agua se nos viene encima. Es como un edificio. El ventarrón zarandea la lancha como si fuera la cáscara de un coco. Dos olas nos pasan por encima. A lo lejos se ven unos lamparazos de espuma blanca que parecen bordados sobre la cresta de la ola. Es entonces cuando los navegantes más curtidos se asustan, mirando el horizonte del mar, porque dicen que el hombre amaneció con encajitos. Los pescadores, atemorizados, susurran que el man está canoso. Los vientos del Caribe son tan caprichosos que soplan ahora desde los cuatro puntos cardinales, cruzándose, enloquecidos, y lo vapulean a uno como si estuviera en el corazón de un torbellino. Un helicóptero de la armada panameña sobrevuela nuestras cabezas. El archipiélago de San Blas es tan grande que cualquiera pensaría que hay más tierra que agua. A lo mejor sería posible recorrerlo saltando entre un terraplén y otro, como quien juega rayuela. Unos indígenas cunas se acercan a nosotros remando en su canoa de palo. Son tres: una anciana con dos nietos. Están vendiendo artesanías de la región porque el nieto mayor necesita dos cuadernos y un bolígrafo. Mi mujer se emociona. Les compra una manta hermosa de todos los colores. Es como si acabara de comprar el arco iris. En su media lengua la india explica que fue tejida a mano y pintada con los colores explosivos del trópico, un azul que es casi morado, una luna brillante rodeada de estrellas, guacamayas y loros, un tigre de cara amable. El arte ancestral de los indígenas. Cuando ya los nativos se van, y mientras mi mujer se mide con orgullo la manta sobre los hombros, veo en una esquina de la tela una pequeña etiqueta que dice made in China. Día 3 Lo peor sobrevino el miércoles santo. En mitad del viaje la lancha estuvo a punto de voltearse. Las maretas furiosas se despedazaban con un chisporroteo contra los arrecifes de coral. En los cayos del Diablo, por ejemplo, el nudo coralino es tan complejo que las olas que van para mar abierto se encuentran de repente con esa muralla submarina, pegan contra ella y se devuelven hacia la playa, como si algo las hubiera asustado, obligándolas a regresarse. El espectáculo es magnífico y sobrecogedor. Al tercer día por fin sale el sol, pero se apaga de inmediato. Parece que solo vino fue a saludar. Fondeamos en una isleta arenosa llamada Mamitupu. Aquí no sopla ni pizca de brisa. Las hojas de los árboles se caen de viejas. Día 4 Desde una goleta de tablas desclavadas, que cabecea en la orilla, un hombre gordo me llama por mi nombre. –Colega –me grita, haciendo una bocina con las manos. Intrigado, pregunto a los vecinos por qué me dice colega. Anda de pueblo en pueblo pregonando mercancías con un megáfono. “Como hacías tú en la radio”, dicen. Es un comerciante colombiano que viene de Cartagena en un viaje que dura tres días. Les vende a los nativos cuanta chuchería mandó Dios al mundo: camisetas de colores, cebollas por libra, maquillaje para mujeres, desodorante en barra, latas de sopa, aguardiente, brea dura para calafatear la juntura de las canoas. Si no tienen dinero le pueden pagar con camarones crudos, cocos de agua o pescado en postas. Los pescados por aquí crecen tanto que nos vendieron un pargo rojo casi tan largo como un poste del alumbrado. Desde el agua vemos los techos de los bohíos curtidos por tantos soles y por las lluvias interminables del Darién. Las únicas edificaciones hechas de ladrillo y caladitos de cemento son las iglesias de los misioneros. Las distingue uno por la cruz de baldosines en el frontispicio. –Aina –nos saluda un indio desde la puerta de su rancho. ‘Aina’ significa “amigo” en el lenguaje de los cunas. Día 5 Paramos a comprar agua en un pueblo muy extraño, dos pedazos de una misma isla que el mar rompió por la mitad. Hoy parecen dos rodajas de naranja unidas por un puente con techo de tejas. Una mitad es el pueblo de Sagrado Corazón y la otra se llama Narganá. En esta ranchería perdida está, completa, la historia de América: media con su nombre indígena, la otra con uno cristiano. En el muelle está anclado un barco, Caribbean Star 23, que tiene en lo alto la bandera panameña y a su lado otra bandera con la cruz gamada, que identificaba a los nazis de Hitler. En el Caribe todas esas chifladuras son posibles. Por aquí nada es desconcertante. Al lado de los nazis navega una chalupa invertida que lleva el motor atrás, en lo que debería ser la proa, y la popa para adelante. En estos parajes fue donde los primeros navegantes europeos, enloquecidos por la fiebre y la codicia, dejaron escrito que habían visto un pájaro que solo volaba en reversa, pero sin tener nunca la precaución de mirar hacia atrás. Hoy, por fortuna, se acabó en nuestra lancha la provisión de quesos. Estoy hasta la coronilla del queso. Viene hacia nosotros un velero a la deriva con una bandera holandesa hecha jirones. Su tripulante lleva un perro acostado con él en la hamaca. Debajo, dos piñas y un reguero interminable de botellas de ron vacías. Día 6 El Viernes Santo, poco antes del mediodía, el mar y el horizonte se pusieron tan negros como las nubes. Entonces empezó a llover. Eran unas gotas grandes, gordas y espesas como perdigones. El aire estaba lúgubre. Pero ni siquiera la lluvia logró que amainara el ventarrón. Un pájaro negro pasó graznando de miedo, en busca de refugio. Tuvimos que escondernos en una ensenada. Poco después de las tres de la tarde apareció un pedazo de cielo azul, y el mundo resucitó de repente. La luz se puso radiante. A lo lejos vimos una franja larga y angosta de arena de playa, semejante a una tira de papel de lija. Allí estaban, alineados, los tres morros de Isla Grande, más altos que anchos, que tienen la misma forma de un ponqué de matrimonio. En las primeras casas con techos de colores, entre árboles y piedras, descubrimos la marca inconfundible de nuestra época: una antena de televisión. Muchachos temerarios pasan volando en unas motocicletas acuáticas. Dormimos en paz por primera vez en una semana. Mañana, cuando despunte el día, pondremos proa a la ciudad de Colón. Día 7 Dicen los historiadores que Colón gritó “tierra” cuando vio a América. En cambio, yo grité “Colón” cuando vi tierra. Con el estómago hecho un estrago, y rogándole a Dios por una sopita caliente, avistamos a Colón, la segunda ciudad de Panamá. Los primeros edificios y las grúas del puerto. Tierra firme por fin. A la derecha, entre la manigua tupida, y a través de la bruma caliente que se levanta del suelo, puedo ver las antiguas bases gringas en la zona del Canal, carcomidas por la selva implacable. Lo único que sobrevive de aquella altanería imperial es la culata de una casa, desconchada por la inclemencia tropical y sucia de cagarruta de pájaros. Ahora los que mandan son los árboles. Colón no es una ciudad ni un pueblo. Colón es una bodega. Solo sirve para almacenar cachivaches. En realidad, Colón es el sanandresito más grande del mundo. Tiendas repletas de licores. Cajas de televisores en las esquinas. Hotelazos, hotelitos y hoteluchos. Tenderetes y tendales sin paredes para amontonar licuadoras. Mercaderes que hablan siete idiomas, aventureros y compradores, traficantes de diamantes, mercachifles que ofrecen una computadora o una ametralladora. Epílogo De manera que este es el famoso lugar del que procedían, cuando yo era niño, las mujeres llamadas “coloneras”, que se ganaban la vida vendiendo frasquitos de perfume barato. Siempre he sospechado que eran muestras gratis regaladas por las fábricas. Ahora que lo pienso bien: ¿por qué sería que la gente compraba tantas vajillas chinas y relojes redondos de pared? Me parece que en mi pueblo había más vajillas que comida y más relojes que paredes. Alguna vez escribí que el mar es la prueba de que Dios existe. En este viaje, que fue debut y despedida, he podido comprobarlo en carne propia. La mía, en consecuencia, ha sido la carrera de marinero más breve de la historia. Con decirles que ni siquiera sé nadar. Juan Gossaín

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