Por Julio Oñate Martínez
Pocas veces una final en la categoría profesional del Festival vallenato generaba tanta expectativa, no sólo en el pueblo sino en Colombia entera, como aquella del año 1991 cuando el gran favorito de todos era Juancho Rois. Era – junto a Diomedes Díaz- la pareja de mayor proyección en el ambiente farandulero colombiano, ya que la fama alcanzada por este par de artistas había superado los niveles hasta entonces logrados por Jorge Oñate y Poncho Zuleta al lado de Álvaro López y Emilianito Zuleta, respectivamente.
Reconocidos en esos momentos como ’El fuete del acordeón’ y ‘El monstruo del canto vallenato’, Juancho y Diomedes hacían trizas todas las barreras de la popularidad que pudieran escalar las grandes figuras de nuestra música nacional. Eran los ídolos a quienes el pueblo delirante seguía, era la locura, razón por la cual esa noche del 30 de abril del año referido cuando Juancho subió la tarima no existía la más mínima duda, dada su maestría con el acordeón, que de allí bajaría ciñendo la corona de rey vallenato.
El repertorio fríamente calculado de ‘El fuete’ le ofrecía un lucimiento total ya que excepto ‘Cata’, un son de Alejandro Durán, los otros temas en competencia eran éxitos de Diomedes, la puya ‘la Zoológica’ con Náfer Durán, el merengue ‘De la Junta pa’ la Peña’ de Colacho Mendoza, y el paseo ‘Lucero espiritual’ de Juancho Polo Valencia, en esos momentos el de mayor impacto a nivel nacional.
Además de esto sus acompañantes le garantizaban un soporte perfecto a la hora del lucimiento individual. En actitud amenazante el ‘Papi’ Díaz, un curtido guacharaquero y excelente cantante y en la caja Rodolfo Castilla ‘El Pulpo’, héroe de mil batallas.
Muy seguro y frente al micrófono con su elegancia habitual Juan Humberto estremeció la tarima ‘Francisco El Hombre’ cuando registró los bajos de su acordeón, la plaza rugió de emoción y comenzó aquel memorable concierto.
Cuando le tocó el turno en el paseo Juancho comenzó ordenadamente a ejecutar ‘Lucero Espiritual’, un tema que en las casetas las parejas bailaban frenéticamente. El se dejó llevar por la onda casetera contagiado del público que de pie coreaba y palmoteaba al compás del festivo canto y entonces acelerando un poco el ritmo indujo a Rodolfo a desviar la percusión hacía el paseaíto. El clamor del público aumentó vitoreando a su ídolo que con el viaje que llevaba en la interpretación puso a bailar a la gente, fue el momento en que Rodolfo se levantó blandiendo la caja en el aire y golpeándola con una sola mano, desvirtuando en esta forma la ejecución de un paseo tradicional vallenato.
Con ojo avizor y el oído bien afinao’ un jurado de lineamientos ortodoxos, integrado por Emilianito Zuleta, Beto Villa y ‘El Pangue’ Maestre quedó un poco desconcertado ante la equivocada actuación de Juancho y sus pupilos.
Seguidamente se presentó con un acordeón prestado por el mismo Juancho el joven sanandreasano, Julián Rojas realizando una impecable presentación e impactando por su expresión alegre y su nota fresca y florida colocándose de finalista en el puntaje al lado del ‘conejo’ Rois, en un relativo empate.
Al momento de la deliberación el jurando en su mayoría daba a Juancho como ganador no obstante los errores cometidos al considerar que su prestigio y trayectoria como figura cimera del acordeón estaban por encima de esto. Fue allí donde la lúcida intervención de Emilianito Zuleta hizo que las cosas tomarán otro rumbo al argumentar: si yo me subo a un ring a pelear con Mike Tyson y él se me descuida y lo noqueo el ganador de la pelea soy yo, en consecuencia es Julián Rojas que no cometió ningún desliz el nuevo rey del festival.
Para mí fue muy difícil tomar esta decisión, aclara Emiliano, “por ser Juancho Rois uno de los acordeoneros que más he admirado y respetado pero si acepté ser jurado del festival tenía que proceder imparcialmente ojalá y me doliera”. Caballeroso e hidalgo como siempre Juancho aceptó el fallo del jurado, sin reparo alguno. Ojalá este episodio sirva de ejemplo a jurados y acordeoneros en futuros festivales.
sábado, 17 de diciembre de 2011
LA DEJO EL TREN
Por: Julio Oñate Martínez
Este es el título que hoy identifica un paseo del juglar Juan Hernández y que originalmente nació como el Tiquete picao. Fue Luis Enrique Martínez el encargado de cambiarle el nombre al momento de ser grabado, a mediados de los años sesenta.
En el Difícil, Magdalena, su pueblo de origen tierra, generosa en acordeones y cantos, Juan Hernández tenía fama desde muchacho de ser un picaflor que conquistaba fácilmente a punta de acordeón y galantería. En el pueblo vivía Feliciana Arrieta Romero, a quien solo conocían por su cariñoso remoquete, “La negra”, le decían todos. Era la hija menor de Julio Arrieta y Juanita Romero quienes residían en la Reforma, finca de su propiedad cercana al poblado.
El joven acordeonero era el novio oficial de la negra, una morenaza de pelo quieto y ojos vivos como centellas que no había tenido decires en el pueblo, donde se comentaba que ella tenía muy bien guardado el cofrecito de plata para el hombre que pudiera ofrecerle una buena estabilidad económica y sentimental.
Los familiares de juancho no veían con buenos ojos este noviazgo, pensando que él podía aspirar a una joven de mejor condición social y la cantaleta de su tío paterno, don Juan Hernández, advirtiéndole que a la hora de ponerle un dedo encima a la mulata tendría que casarse, hicieron que el músico se alejara de Feliciana.
Los amores se acabaron, Juan siguió piropeando por otros frentes y “La negra” pensó en otro galán. En adelante fueron varios romances con jóvenes de origen campesino como ella, pero el tiempo pasaba y no aparecía quien la llevara al altar y esto siempre le planteó un interrogante al arrepentido acordeonero sobre algo que le hubiera sucedido a la joven para que entre tantos novios que tuvo ninguno hiciera aprecio de ella.
El 25 de abril de 1940 se encontraba Juan en las fiestas de San Marcos, en el Paso (Cesar), parrandeando con algunos amigos del entorno. Había hecho el recorrido tomando el tren en Bosconia en compañía de otros músicos que también iban a las fiestas entre ellos José Antonio Vides que venía de Granada (Magd.) y Ovidio Granados de Mariangola (Cesar).
A los pocos minutos de iniciar el viaje, un empleado del ferrocarril les quitó el tiquete y después de perforarlo con una maquinita se los devolvió. Curiosamente Juan lo interrogó sobre el procedimiento y el fulano le explicó que ya picado, el tiquete quedaba sin valor y para viajar otra vez había que reemplazarlo por otro nuevo.
En este instante Juancho se imaginó a La negra en la estación del tren tratando de embarcarse, viaje tras viaje, sin lograrlo, sencillamente porque tenía el tiquete picado y en estas condiciones no le daban el valor que se merecía.
Este fue el punto de partida para darle forma a esta canción cuyos versos llenos de mordacidad hablan por sí solos:
Alguna cosa le habrá pasado
Porque en todos los viajes se queda
Sería algún pasajero avispado
Que le picó el tiquete a la negra
Cuando Juancho tuvo la canción lista comenzó a tocarla en fiestas y parrandas y cualquier día parrandeando en la finca de Juan Arrieta un primo de la negra, se presentó ella con los hermanos y todos querían escuchar la canción de moda pero él no se atrevía pues no sabía cuál sería la reacción de la ella y su gente. Presionado por el anfitrión él la interpretó previa aclaración que la musa inspiradora vivía en el Copey y coincidencialmente, también era negra, lo cual le permitió salir del paso. La canción fue entregada por Hernández a Luis Enrique Martínez, el Pollo vallenato, quién la llevó al acetato sin el respectivo crédito para el autor. Cualquier día se encontraron en el Difícil y ante el reclamo que Juancho le hizo por negarle la autoría del canto, Luis Enrique lo manteo diciéndole, no te preocupes que todo el mundo sabes que esa canción es tuya ojalá y yo la haya firmado.
Hoy en día Juancho vive orgulloso de que su composición la haya interpretado el papá de los acordeoneros vallenatos.
La negra, finalmente, se pudo embarcar en el tren y hoy tiene un bonito hogar allá en el Difícil.
Este es el título que hoy identifica un paseo del juglar Juan Hernández y que originalmente nació como el Tiquete picao. Fue Luis Enrique Martínez el encargado de cambiarle el nombre al momento de ser grabado, a mediados de los años sesenta.
En el Difícil, Magdalena, su pueblo de origen tierra, generosa en acordeones y cantos, Juan Hernández tenía fama desde muchacho de ser un picaflor que conquistaba fácilmente a punta de acordeón y galantería. En el pueblo vivía Feliciana Arrieta Romero, a quien solo conocían por su cariñoso remoquete, “La negra”, le decían todos. Era la hija menor de Julio Arrieta y Juanita Romero quienes residían en la Reforma, finca de su propiedad cercana al poblado.
El joven acordeonero era el novio oficial de la negra, una morenaza de pelo quieto y ojos vivos como centellas que no había tenido decires en el pueblo, donde se comentaba que ella tenía muy bien guardado el cofrecito de plata para el hombre que pudiera ofrecerle una buena estabilidad económica y sentimental.
Los familiares de juancho no veían con buenos ojos este noviazgo, pensando que él podía aspirar a una joven de mejor condición social y la cantaleta de su tío paterno, don Juan Hernández, advirtiéndole que a la hora de ponerle un dedo encima a la mulata tendría que casarse, hicieron que el músico se alejara de Feliciana.
Los amores se acabaron, Juan siguió piropeando por otros frentes y “La negra” pensó en otro galán. En adelante fueron varios romances con jóvenes de origen campesino como ella, pero el tiempo pasaba y no aparecía quien la llevara al altar y esto siempre le planteó un interrogante al arrepentido acordeonero sobre algo que le hubiera sucedido a la joven para que entre tantos novios que tuvo ninguno hiciera aprecio de ella.
El 25 de abril de 1940 se encontraba Juan en las fiestas de San Marcos, en el Paso (Cesar), parrandeando con algunos amigos del entorno. Había hecho el recorrido tomando el tren en Bosconia en compañía de otros músicos que también iban a las fiestas entre ellos José Antonio Vides que venía de Granada (Magd.) y Ovidio Granados de Mariangola (Cesar).
A los pocos minutos de iniciar el viaje, un empleado del ferrocarril les quitó el tiquete y después de perforarlo con una maquinita se los devolvió. Curiosamente Juan lo interrogó sobre el procedimiento y el fulano le explicó que ya picado, el tiquete quedaba sin valor y para viajar otra vez había que reemplazarlo por otro nuevo.
En este instante Juancho se imaginó a La negra en la estación del tren tratando de embarcarse, viaje tras viaje, sin lograrlo, sencillamente porque tenía el tiquete picado y en estas condiciones no le daban el valor que se merecía.
Este fue el punto de partida para darle forma a esta canción cuyos versos llenos de mordacidad hablan por sí solos:
Alguna cosa le habrá pasado
Porque en todos los viajes se queda
Sería algún pasajero avispado
Que le picó el tiquete a la negra
Cuando Juancho tuvo la canción lista comenzó a tocarla en fiestas y parrandas y cualquier día parrandeando en la finca de Juan Arrieta un primo de la negra, se presentó ella con los hermanos y todos querían escuchar la canción de moda pero él no se atrevía pues no sabía cuál sería la reacción de la ella y su gente. Presionado por el anfitrión él la interpretó previa aclaración que la musa inspiradora vivía en el Copey y coincidencialmente, también era negra, lo cual le permitió salir del paso. La canción fue entregada por Hernández a Luis Enrique Martínez, el Pollo vallenato, quién la llevó al acetato sin el respectivo crédito para el autor. Cualquier día se encontraron en el Difícil y ante el reclamo que Juancho le hizo por negarle la autoría del canto, Luis Enrique lo manteo diciéndole, no te preocupes que todo el mundo sabes que esa canción es tuya ojalá y yo la haya firmado.
Hoy en día Juancho vive orgulloso de que su composición la haya interpretado el papá de los acordeoneros vallenatos.
La negra, finalmente, se pudo embarcar en el tren y hoy tiene un bonito hogar allá en el Difícil.
sábado, 23 de abril de 2011
RECOMENDACIONES PARA EL FESTIVAL VALLENATO
Por: David Sanchez Juliao.
1. Cómo entrar de ‘colado’ a una parranda
Primero que todo, el visitante debe averiguar quién ofrece la parranda y quiénes son los íntimos amigos y compadres del oferente. Con aquello claro, el candidato a ‘colado’ debe entrar a la ‘casa parrandera’ como Pedro por la suya, utilizando el “¡Quiubo, ¿qué es la vaina?” para saludar al primero que se encuentre. El saludo debe ir acompañado, eso sí, de un amplio abrir de brazos, pues el abrazo de retribución no se hará esperar. Tras el tercer sonoro abrazo, es fundamental preguntar por el dueño de casa. El abrazo de bienvenida de este, legitimará la ‘colada’.
Enseguida, debe preguntarse al oferente o dueño de casa --con nombres propios-- por dos o tres de sus más queridos compadres, los que allí de seguro estarán. Esos abrazos compadreros serán entonces la confirmación después del bautismo. De allí en adelante, puede ya usted considerarse un ‘colado oficial’. De resto, desenvuélvase a su manera y aplique el viejo aforismo de las abuelas: “A mí... que no me den. Más bien, pónganmen donde hay”.
2. Cómo reconocer en una fiesta a Rafael Escalona
Para el efecto, apliquemos una frase, genial por cierto, del Nobel García Márquez: “Cuando tú llegas a una parranda en Valledupar y ves a un hombre que se pavonea por una casa ajena como por la propia, ordenando atender a la gente, indicando qué whisky debe servirse y metiéndose a la cocina a supervisar el hervor de los sancochos; un hombre que, además, lleva puesta una camisa elegante y fina que nadie más lleva, ese... ese es Rafael Escalona”.
3. Cómo aguantarse la música toda la noche
Existen tres reglas de oro, probadas y re-probadas, para lidiar con la LCM –Licencia para la Contaminación por Música– de la que Valledupar goza por los días del Festival. Primera regla: llevar tapa-oídos (earplugs, en inglés). Las aerolíneas que vuelan a la ciudad por esos días los facilitan junto con las bolsas para el mareo. Hay que colocárselos antes de acostarse. Segunda: hablando de acostarse, hay que hacerlo lo más tarde posible en la noche. Así las horas del LCM serán menos. Y, tercera: si el ruido vallenato persiste, se recomienda haber llevado un ejemplar del diario EL TIEMPO en el que aparezca, en su página editorial, una columna de “Espuma de los acontecimientos” de Abdón Espinosa Valderrama. Empiece a leerla, con los tapones de oídos bien puestos, y pronto el sueño llegará, pese a cajas y guacharacas.
4. Cómo colarse en la tarima VIP
Muy fácil. Llegue de camisa y corbata hasta el lateral en donde aparece el aviso de “Tarima VIP. Entrada” y dígale al policía que usted pertenece a la comitiva del doctor fulano-de-tal. No olvide lo de doctor. Alvaro Rojas Tejada, un abogado bogotano, lo logró, fingiéndose de prisa y gritándole al policía, “!Permiso, permiso, que yo soy de la comitiva del doctor David Sánchez Juliao”. El policía, claro, de inmediato se hizo a un lado y lo dejó entrar. Cuando, una hora después, yo intenté entrar –yo, que sí estaba invitado--, el policía no me lo permitió, porque no hablaba cachaco, no llevaba corbata y no pertenecía a la comitiva de alguien.
5. Cómo vestirse apropiadamente para pasar por costeño de alcurnia y no por gringo pobre
Tanto para hombres como para mujeres, la regla es: a los actos del Festival Vallenato se asiste, o vestido ‘de marca’ o vestido de lino ( ‘holán de hilo’, que llaman; en el caso de los hombres, guayabera). Las marcas más idóneas para aparecer como gente importante, son, según los costeños las llaman, “La babilla” y “La burra”, es decir, Lacoste y Polo. Ambas, aceptables en camisas o playeras masculinas o en blusas femeninas. Absténgase en lo posible de las ridículas rayitas de Tommy y de la antiestética velita de barco de Nautica. Esas, son más baratas y más chimbiables.
Se puede vestir de claro todo o combinar claro y oscuro. Jamás use esas camisas de seda sintética con loros, palmeras y barcos estampados en tonos subidos que venden por diez dólares en los Walgreens de Miami, como tampoco sombreritos de paja para jardineros americanos hechos en Taiwán, porque ahí sí... le dirán, “Ajá, ¿y tú vienes vestío de gringo pobre?”
6. Qué trago tomar en Valledupar
Valledupar es la ciudad del mundo en la cual se puede beber whisky con mayor tranquilidad, ¡que ni en una ciudad de Escocia! El whisky suele ser tan barato y de tan buena calidad, que un día la vallenatísima Lolita Acosta me dijo: “¡Qué vamos a beber aquí en El Valle whisky chibiao, veee! El whisky aquí es tan barato, que chibiarlo sale más caro!”. Mi amiga Lolita tiene razón. Yo, por mi parte, encontré el whisky tan barato el año pasado en Valledupar, que sugerí al alcalde que reemplazara el acueducto de la ciudad por un Oldparr-ducto. Le recordé que en España el vino es más barato que el agua. Pero, eso sí, amigo lector: cuidado con beber aguardiente traido del interior, pues ese sí podría salir chibiado.
7. Finalmente: cómo pasarla chévere, ¡ay hombe!, olvidándose de todo.
De todo hay que olvidarse en Valledupar durante la celebración del Festival –dice el compositor Gustavo Gutiérrez--, menos de una cosa importante: de que hay que olvidarse de todo. Y, para lograrlo, no solo hay que seguir al pie de la letra las recomendaciones hechas, sino que debe tenerse muy claro que cada tierra tiene una manera particular de divertirse, como la tiene de comer, de soñar y de amar. Cero críticas. Esa es la clave, cero críticas y mucho respeto por lo que esta gente hospitalaria, creativa y querendona ha construido a partir de la cotidianeidad. Cosa tan seria, que ha trascendido las fronteras logrando despertar el interés de mucha gente en otros países, y de manera tan fuerte y poderosa que alguien ha llegado a afirmar que el ser vallenato podría presentarse ante el mundo como alternativa de goce, de encuentro con uno mismo y de felicidad. ¡Ay, hombe, juepa je!
1. Cómo entrar de ‘colado’ a una parranda
Primero que todo, el visitante debe averiguar quién ofrece la parranda y quiénes son los íntimos amigos y compadres del oferente. Con aquello claro, el candidato a ‘colado’ debe entrar a la ‘casa parrandera’ como Pedro por la suya, utilizando el “¡Quiubo, ¿qué es la vaina?” para saludar al primero que se encuentre. El saludo debe ir acompañado, eso sí, de un amplio abrir de brazos, pues el abrazo de retribución no se hará esperar. Tras el tercer sonoro abrazo, es fundamental preguntar por el dueño de casa. El abrazo de bienvenida de este, legitimará la ‘colada’.
Enseguida, debe preguntarse al oferente o dueño de casa --con nombres propios-- por dos o tres de sus más queridos compadres, los que allí de seguro estarán. Esos abrazos compadreros serán entonces la confirmación después del bautismo. De allí en adelante, puede ya usted considerarse un ‘colado oficial’. De resto, desenvuélvase a su manera y aplique el viejo aforismo de las abuelas: “A mí... que no me den. Más bien, pónganmen donde hay”.
2. Cómo reconocer en una fiesta a Rafael Escalona
Para el efecto, apliquemos una frase, genial por cierto, del Nobel García Márquez: “Cuando tú llegas a una parranda en Valledupar y ves a un hombre que se pavonea por una casa ajena como por la propia, ordenando atender a la gente, indicando qué whisky debe servirse y metiéndose a la cocina a supervisar el hervor de los sancochos; un hombre que, además, lleva puesta una camisa elegante y fina que nadie más lleva, ese... ese es Rafael Escalona”.
3. Cómo aguantarse la música toda la noche
Existen tres reglas de oro, probadas y re-probadas, para lidiar con la LCM –Licencia para la Contaminación por Música– de la que Valledupar goza por los días del Festival. Primera regla: llevar tapa-oídos (earplugs, en inglés). Las aerolíneas que vuelan a la ciudad por esos días los facilitan junto con las bolsas para el mareo. Hay que colocárselos antes de acostarse. Segunda: hablando de acostarse, hay que hacerlo lo más tarde posible en la noche. Así las horas del LCM serán menos. Y, tercera: si el ruido vallenato persiste, se recomienda haber llevado un ejemplar del diario EL TIEMPO en el que aparezca, en su página editorial, una columna de “Espuma de los acontecimientos” de Abdón Espinosa Valderrama. Empiece a leerla, con los tapones de oídos bien puestos, y pronto el sueño llegará, pese a cajas y guacharacas.
4. Cómo colarse en la tarima VIP
Muy fácil. Llegue de camisa y corbata hasta el lateral en donde aparece el aviso de “Tarima VIP. Entrada” y dígale al policía que usted pertenece a la comitiva del doctor fulano-de-tal. No olvide lo de doctor. Alvaro Rojas Tejada, un abogado bogotano, lo logró, fingiéndose de prisa y gritándole al policía, “!Permiso, permiso, que yo soy de la comitiva del doctor David Sánchez Juliao”. El policía, claro, de inmediato se hizo a un lado y lo dejó entrar. Cuando, una hora después, yo intenté entrar –yo, que sí estaba invitado--, el policía no me lo permitió, porque no hablaba cachaco, no llevaba corbata y no pertenecía a la comitiva de alguien.
5. Cómo vestirse apropiadamente para pasar por costeño de alcurnia y no por gringo pobre
Tanto para hombres como para mujeres, la regla es: a los actos del Festival Vallenato se asiste, o vestido ‘de marca’ o vestido de lino ( ‘holán de hilo’, que llaman; en el caso de los hombres, guayabera). Las marcas más idóneas para aparecer como gente importante, son, según los costeños las llaman, “La babilla” y “La burra”, es decir, Lacoste y Polo. Ambas, aceptables en camisas o playeras masculinas o en blusas femeninas. Absténgase en lo posible de las ridículas rayitas de Tommy y de la antiestética velita de barco de Nautica. Esas, son más baratas y más chimbiables.
Se puede vestir de claro todo o combinar claro y oscuro. Jamás use esas camisas de seda sintética con loros, palmeras y barcos estampados en tonos subidos que venden por diez dólares en los Walgreens de Miami, como tampoco sombreritos de paja para jardineros americanos hechos en Taiwán, porque ahí sí... le dirán, “Ajá, ¿y tú vienes vestío de gringo pobre?”
6. Qué trago tomar en Valledupar
Valledupar es la ciudad del mundo en la cual se puede beber whisky con mayor tranquilidad, ¡que ni en una ciudad de Escocia! El whisky suele ser tan barato y de tan buena calidad, que un día la vallenatísima Lolita Acosta me dijo: “¡Qué vamos a beber aquí en El Valle whisky chibiao, veee! El whisky aquí es tan barato, que chibiarlo sale más caro!”. Mi amiga Lolita tiene razón. Yo, por mi parte, encontré el whisky tan barato el año pasado en Valledupar, que sugerí al alcalde que reemplazara el acueducto de la ciudad por un Oldparr-ducto. Le recordé que en España el vino es más barato que el agua. Pero, eso sí, amigo lector: cuidado con beber aguardiente traido del interior, pues ese sí podría salir chibiado.
7. Finalmente: cómo pasarla chévere, ¡ay hombe!, olvidándose de todo.
De todo hay que olvidarse en Valledupar durante la celebración del Festival –dice el compositor Gustavo Gutiérrez--, menos de una cosa importante: de que hay que olvidarse de todo. Y, para lograrlo, no solo hay que seguir al pie de la letra las recomendaciones hechas, sino que debe tenerse muy claro que cada tierra tiene una manera particular de divertirse, como la tiene de comer, de soñar y de amar. Cero críticas. Esa es la clave, cero críticas y mucho respeto por lo que esta gente hospitalaria, creativa y querendona ha construido a partir de la cotidianeidad. Cosa tan seria, que ha trascendido las fronteras logrando despertar el interés de mucha gente en otros países, y de manera tan fuerte y poderosa que alguien ha llegado a afirmar que el ser vallenato podría presentarse ante el mundo como alternativa de goce, de encuentro con uno mismo y de felicidad. ¡Ay, hombe, juepa je!
PARA QUE SIRVE UNA PIQUERIA ?
Por : David Sanchez Juliao.
-- Para detectar a los verseadores más atrevidos. Nadie que no sea talentosamente atrevido, sale bien librado de una piqueria vallenata. La piqueria es una justa, como aquella de los caballeros de la edad media, en la que cuentan las espuelas, la armadura, el caballo, la lanza, el valor, la entrega... y hasta el relumbrante penacho. En la piqueria se batalla, como en el medioevo, por el honor y por el amor de una dama, allí presente ...y casi siempre silenciosa. Solo de entre los mejores sale el mejor.
-- Para revivir piques ‘casaos’ de tiempo atrás. Hay verseadores que casan piquerias infinitas, y no es extraño que el pique verbal se extienda por años, de parranda en parranda. Algunas veces resulta imposible detectar la fecha del comienzo de un pique, y solo se comenta que fulano y zutano no se pueden ver, y que cuando se vean... ¡se van a levantar a versos!
-- Para sacarse viejos clavos. Algo tiene que ver este punto con el anterior, pero no tanto. Hay piques que no son ‘casaos’ de por vida, sino puntuales y específicos. Un comentario adverso, un desfase verbal, el gesto de ingratitud de un amigo o conocido ha quedado en el alma de un verseador como una piedra en el zapato. La piqueria, entonces, se presenta como el espacio ideal para sacarse el clavo, recibir los descargos y pasar a borrones y cuentas nuevas. ¡Y va el trago, compadre! ‘Todo arreglao’.
-- Para hacer fama a costilla de otro. Este es un sindrome particular de los jóvenes talentos, de esos que se aparecen en las parrandas para ver qué cantante o verseador conocido ha entrado a participar. De modo que, por ejemplo, sin que un Poncho Zuleta nada le haya hecho, el intrépido aparecido pasa a decirle en verso que está flaco y ‘acabao’, y que la fama lo tiene ‘atropellao’. Si Poncho le responde, el nuevo talento se ha salvado.
-- Para exaltar la presencia de ilustres visitante. Parranda que se respete, dice Ernesto McCausland, tiene que contar con un visitante ilustre, y si es cachaco, mejor. A ese conspicuo sujeto se le exalta hasta elevarlo al cielo. Toda presencia ilustre adorna una parranda con piqueria. Existen, incluso, fórmulas de rima ya manidas. Si el visitante es de apellido Cajiao, el verseador dirá que, de verlo, está ‘emocionao’; si es de apellido López, le es dedicado ‘este toque’; si es un Samper, exaltarán a su ‘bella mujer’; si se apellida Corredor, siempre será un ‘insigne doctor’. Y así...
-- Para lanzar candidaturas presidenciales. El ilustre visitante, aunque no posea las cualidades, aunque le falten cinco millones de votos y aunque –por más que se esfuerce–no dé la talla, saldrá de la piqueria investido de precandidatura presidencial. Y si es cachaco, más rápido, y si su apellido es Cifuentes o Valiente, con toda seguridad, de los versos de esa piqueria... ‘saldrá presidente’.
-- Para levantar ‘chamba’. Este punto 7 es, lógico, el colofón de los dos anteriores, 5 y 6. Como en el 5 y 6 de los caballos, el atrevido joven verseador –el de los puntos 1 y 4–visitará más tarde en Bogotá a aquel ilustre, ínclito, brillante y exaltado visitante, en busca de que le ayude con una recomendación para un puestecito en la Contraloría, por ejemplo. Así que, una vez lo vea en un pasillo o en un ascensor, le dirá: “Doctor, ¿se recuerda de mí? Yo soy aquel muchacho que le versió en la piqueria del pasado Festival, ¿se acuerda?: el que lo lanzó para presidente. El joven talento podría lograr la recomendación solicitada. Falta ver qué dice el Contralor.
-- Para hacer las paces. Un pueblo al que, culturalmente, tanto trabajo le cuesta pedir perdón y reconocer errores, encuentra en los cantos de la piqueria la mejor oportunidad para hacerlo, de manera elegante y sin ‘rajarse’ como los charros mexicanos. El estímulo de un par de Oldparrcitos sirve como empujón final para cantar: “Perdóneme, compadre querido / por lo que ese día le hice /. De la pea estaba fundido / y ofenderlo nunca quise”. Y allí, plas-plas, viene abrazo, y amigos de nuevo. ¡Va el trago!
-- Para conquistar muchachas. Por algo nuestra lengua ha acuñado la expresión “echar flores” para significar cumplidos y galanterías hacia las damas. Así, pues, la piqueria es algo mandado a hacer para presentar a las hermosas muchachas –actores pasivos de tales eventos, por lo regular-- ramilletes de rosas verbales en los que términos como hermosura, belleza, donaire y hasta ‘bonitura’ gozan de colores, aromas y sabores. Ante los versos, las sonrisas femeninas no se hacen esperar. ¡Ha empezado la conquista!
-- Para echar indirectas afectivas a la ‘tiniebla’ de turno. Es tan sutil a veces el manejo del lenguaje vallenato en todos sus planos y operaciones, que raramente se percatan los asistentes a una parranda con piqueria de la existencia de un ‘affaire’ entre una dama y un caballero presentes. En la piqueria, los amantes ponen a prueba la efectividad de un código que, como todo código, es cifrado.
Conclusión: Como hemos visto, la piqueria, para lo que a veces menos sirve es para piquerear.
-- Para detectar a los verseadores más atrevidos. Nadie que no sea talentosamente atrevido, sale bien librado de una piqueria vallenata. La piqueria es una justa, como aquella de los caballeros de la edad media, en la que cuentan las espuelas, la armadura, el caballo, la lanza, el valor, la entrega... y hasta el relumbrante penacho. En la piqueria se batalla, como en el medioevo, por el honor y por el amor de una dama, allí presente ...y casi siempre silenciosa. Solo de entre los mejores sale el mejor.
-- Para revivir piques ‘casaos’ de tiempo atrás. Hay verseadores que casan piquerias infinitas, y no es extraño que el pique verbal se extienda por años, de parranda en parranda. Algunas veces resulta imposible detectar la fecha del comienzo de un pique, y solo se comenta que fulano y zutano no se pueden ver, y que cuando se vean... ¡se van a levantar a versos!
-- Para sacarse viejos clavos. Algo tiene que ver este punto con el anterior, pero no tanto. Hay piques que no son ‘casaos’ de por vida, sino puntuales y específicos. Un comentario adverso, un desfase verbal, el gesto de ingratitud de un amigo o conocido ha quedado en el alma de un verseador como una piedra en el zapato. La piqueria, entonces, se presenta como el espacio ideal para sacarse el clavo, recibir los descargos y pasar a borrones y cuentas nuevas. ¡Y va el trago, compadre! ‘Todo arreglao’.
-- Para hacer fama a costilla de otro. Este es un sindrome particular de los jóvenes talentos, de esos que se aparecen en las parrandas para ver qué cantante o verseador conocido ha entrado a participar. De modo que, por ejemplo, sin que un Poncho Zuleta nada le haya hecho, el intrépido aparecido pasa a decirle en verso que está flaco y ‘acabao’, y que la fama lo tiene ‘atropellao’. Si Poncho le responde, el nuevo talento se ha salvado.
-- Para exaltar la presencia de ilustres visitante. Parranda que se respete, dice Ernesto McCausland, tiene que contar con un visitante ilustre, y si es cachaco, mejor. A ese conspicuo sujeto se le exalta hasta elevarlo al cielo. Toda presencia ilustre adorna una parranda con piqueria. Existen, incluso, fórmulas de rima ya manidas. Si el visitante es de apellido Cajiao, el verseador dirá que, de verlo, está ‘emocionao’; si es de apellido López, le es dedicado ‘este toque’; si es un Samper, exaltarán a su ‘bella mujer’; si se apellida Corredor, siempre será un ‘insigne doctor’. Y así...
-- Para lanzar candidaturas presidenciales. El ilustre visitante, aunque no posea las cualidades, aunque le falten cinco millones de votos y aunque –por más que se esfuerce–no dé la talla, saldrá de la piqueria investido de precandidatura presidencial. Y si es cachaco, más rápido, y si su apellido es Cifuentes o Valiente, con toda seguridad, de los versos de esa piqueria... ‘saldrá presidente’.
-- Para levantar ‘chamba’. Este punto 7 es, lógico, el colofón de los dos anteriores, 5 y 6. Como en el 5 y 6 de los caballos, el atrevido joven verseador –el de los puntos 1 y 4–visitará más tarde en Bogotá a aquel ilustre, ínclito, brillante y exaltado visitante, en busca de que le ayude con una recomendación para un puestecito en la Contraloría, por ejemplo. Así que, una vez lo vea en un pasillo o en un ascensor, le dirá: “Doctor, ¿se recuerda de mí? Yo soy aquel muchacho que le versió en la piqueria del pasado Festival, ¿se acuerda?: el que lo lanzó para presidente. El joven talento podría lograr la recomendación solicitada. Falta ver qué dice el Contralor.
-- Para hacer las paces. Un pueblo al que, culturalmente, tanto trabajo le cuesta pedir perdón y reconocer errores, encuentra en los cantos de la piqueria la mejor oportunidad para hacerlo, de manera elegante y sin ‘rajarse’ como los charros mexicanos. El estímulo de un par de Oldparrcitos sirve como empujón final para cantar: “Perdóneme, compadre querido / por lo que ese día le hice /. De la pea estaba fundido / y ofenderlo nunca quise”. Y allí, plas-plas, viene abrazo, y amigos de nuevo. ¡Va el trago!
-- Para conquistar muchachas. Por algo nuestra lengua ha acuñado la expresión “echar flores” para significar cumplidos y galanterías hacia las damas. Así, pues, la piqueria es algo mandado a hacer para presentar a las hermosas muchachas –actores pasivos de tales eventos, por lo regular-- ramilletes de rosas verbales en los que términos como hermosura, belleza, donaire y hasta ‘bonitura’ gozan de colores, aromas y sabores. Ante los versos, las sonrisas femeninas no se hacen esperar. ¡Ha empezado la conquista!
-- Para echar indirectas afectivas a la ‘tiniebla’ de turno. Es tan sutil a veces el manejo del lenguaje vallenato en todos sus planos y operaciones, que raramente se percatan los asistentes a una parranda con piqueria de la existencia de un ‘affaire’ entre una dama y un caballero presentes. En la piqueria, los amantes ponen a prueba la efectividad de un código que, como todo código, es cifrado.
Conclusión: Como hemos visto, la piqueria, para lo que a veces menos sirve es para piquerear.
EL DIABLO TUVO LA CULPA
Por: David Sanchez Juliao.
De muy pocas cosas buenas en este mundo el diablo es causante. El vallenato es una de ellas, pese a que el fenómeno parece más producto de Dios que de Lucifer. Pero es que Dios, si bien es eterno, infinitamente bueno, sabio y poderoso, no es pícaro. Y el vallenato es, ante todo, picardía.
Desde cuando el diablo tuvo la culpa, mucha agua ha caído del cielo en los más de cien años que hace que todo empezó. Y todo empezó, según la leyenda, con un campesino de pie en el suelo, mochila y sombrero, llamado Francisco Moscote, más conocido como Francisco el Hombre; célebre, entre otras cosas, porque –al igual que sucedió con Rafael (El Hombre) Escalona-- fue inmortalizado por el Nobel García Márquez en las páginas de Cien años de soledad.
Este Francisco el Hombre, de quien se dice que vivió cien años, entre 1853 y 1953, tocaba con tanta maestría el acordeón y cantaba tan bien, que al diablo no tardó en caer presa de celos; porque el diablo era el diablo y porque se suponía que nadie tocaba o verseaba mejor que él. Todo terminó en un reto a duelo, pero cantando. La pelea fue dura, pero trascendió que Francisco el Hombre logró derrotar al maligno contrincante cantándole el Credo al revés: “Oerc ne Soid Erdap Osoredopodot, rodaerc led oleic y ed al arreit..”, aretécte --esto último significa etcétera.
La leyenda carga, como vemos, una alta dosis de picardía. Pícaro debió haber sido el propio Francisco el Hombre, autor, según también se cuenta, de los primeros cantos vallenatos. Lo que siguió a la pelea, constituyó la herencia: humildes campesinos trabajadores y parranderos que, tocando por simple diversión o ejerciendo la juglaría, se movían por la región llevando noticias cantadas a los poblados, a cambio de alojamiento, algo de comida y mucho de ron. Pronto, se abrieron las tendencias: más suaves, melancólicos y líricos unos, más rápidos y picarescos otros, y más épicos y ‘periodísticos’ los últimos. Y hasta los lejanos parajes del Sinú y las Sabanas, en el Caribe occidental, llegaron los ecos de aquellas notas, las que en esas tierras fueron adobadas con ingredientes locales.
El fenómeno se había dado. Hoy, más de cien años después, el vallenato sobresale como componente de la gran antorcha cultural colombiana, al lado de la ruana, el sombrero vueltiao, la mochila tejida, aquel tunjo de una marca de cerveza... y una canción: “La gota fría”, coincidencialmente vallenata... y pícara, muy pícara.
La verdad de Dios
Si el runrún de la leyenda constituye la verdad del diablo, hay otra que, por cierta y más verdadera, suponemos que sea la verdad de Dios. Aquellos cantos nacidos de la inspiración analfabeta se han tomado el mundo. Carlos Vives llena plazas y estadios Europa, Julio Iglesias graba travesura vallenatas, Paloma San Basilio solicita a Rafael Escalona que le componga una canción, y el joven público de Viña del Mar aplaude a conjuntos de rock en español, cuyo músico estelar es un acordeonero vallenato de guayabera y sombrero vueltiao. Más aún: las grandes orquestas de salsa antillana exponen al mundo extrañas versiones de aquellos cantos simples pero cargados de verdades universales, pues sus letras celebran lo mismo que se celebra en París o en Riohacha, en Nueva York o en Santa Marta; en Cúcuta o en Katmandú: el amor, la alegría, la amistad, el dolor.
¡Ni hablar de lo que el fenómeno ha empezado a significar para Colombia en términos de generación de empleo, de captación de divisas, y del aumento del PIB y del per capita! Pero, si en torno al vallenato todo parece ser conveniente y benéfico, cabe preguntarse: ¿Por qué se le echa la culpa al diablo? Una respuesta podría ser: Es que... los colombianos somos la gran contradicción. ¡Y todo porque nadie se imagina a Dios tocando acordeón, vistiendo guayabera, usando sombrero vueltiao y cantando vallenato! Punto, aparte, y volvamos atrás.
La ‘verdá-verdá’: la sin Dios y sin diablo.
El vallenato es una trinidad de almas que se expresa en tres instrumentos –valga la redundancia--: la caña-guacharaca de los indios, el tambor-cuero de los negros y el acordeón de los blancos. Todo ello, magistralmente expuesto en la canción Fuente Vallenata del compositor sabanero Aldolfo Pacheco (ver recuadro). Pero, ¿cómo fabricó la historia aquel interesante mestizaje?, esa es la pregunta del millón.
Al llegar los españoles en el siglo XVI, la hoy Costa Atlántica colombiana fue bautizada como Gobernación de Nueva Andalucía. A esa gobernación pertenecía la Provincia de Santa Marta, de la cual formaba parte el Valle de Upari – el que comprendía el valle del Río Cesar, la Baja y la Alta Guajira. Los españoles habían traído sus cantos, como también sus instrumentos; e igual cantaban y tenían instrumentos los primigenios habitantes de la región de Upari, los Chimilas, indómitos y bravos aborígenes que en repetidas ocasiones rechazaron a los españoles.
Mientras los españoles insistían, muchos esclavos fugaos de Santa Marta y Riohacha buscaron refugio en aquellas tierras sin conquista. Los negros, lógico, también cantaban y habían confeccionado instrumentos similares a los de Africa a partir de materiales locales. Los indios resultaron en extremo hospitalarios con los negros. De modo que el proceso de zambaje se dio antes que el mestizaje. Cuando por fin los españoles lograron someter la región a sangre y fuego, el préstamo cultural entre indios y negros tuvo comienzo. Solo a fines de ese siglo, el XVI, fue fundada la Ciudad de los Santos Reyes de Valledupar. Así empezó a cobrar vida lo que hoy se conoce como cultura vallenata.
Corrió el tiempo. Los españoles habían traído a Santa Marta ganado procedente de las Islas Canarias, y un buen día decidieron arrear unas mil quinientas reces hasta el lejano Valle de Upari. Pero un feroz aguacero acompañado de rayos y centellas hizo que el enorme viaje de ganado de desbandara y se perdiera en los montes. Resultó imposible recuperarlo. De modo que el ganado se reprodujo al antojo por más de un siglo entre valles y espesuras. Pronto, aparecieron las haciendas, cuyos peones, negros, zambos y mestizos, se dieron a la caza del ganado cimarrón. En ese contexto nació el llamado canto de vaquería, ascendiente directo de la música vallenata.
En medio de las faenas, los peones cantaron y cantaron, a las proezas del quehacer, a los maltratos del patrón, a los sinsabores y las alegrías de la vida y al amor por la hembra, unas veces cariñosa y otras desdeñosa. “Sígueme, vaca, vaquita / que vamos para el playón, / que allí tengo a mi morena / y media botellas de ron”... “Mi caballo y mi mujé / tienen una peladura. / La de mi caballo sana, / la de mi mujé no cura”.
Aquellos cantos simples, pronto hallaron ritmo y melodía, y empezaron a ser acompañados por la guacharaca heredada de los indios, por un remedo de tambor africano bautizado como caja, y por la flauta de millo.
Lo que faltaba
Algo faltaba, sin embargo, pues la flauta de millo quedaba corta de armonía. Había mucho que expresar y mucho que decir más allá de las palabras y los versos. Era preciso poner a cantar, cuerpo, alma ...e historia. Ese algo que faltaba, ese perfecto complemento, era el acordeón.
¿Cómo saber que faltaba ese instrumento, si no lo conocían? Es que... sí lo conocían y lo habían oído sonar a lo lejos. Distante, cuando vibraba airoso en las lujosas salas de los patrones, a las cuales mestizos, mulatos y zambos sólo tenían acceso en calidad de servidumbre. Pero, en asuntos de fiestas y licores, como en otros asuntos, los patrones eran insaciables. Así que, cuando rendidas por el cansancio, las emperifolladas damas buscaban la cama, los patrones corrían a terminar el convite en las cocinas o en los lejanos galpones de la peonada. Y allí, el acordeón, que había entrado por las costas para diversión de los blancos, empezó a caer en las manos del pueblo raso... hasta que por fin desbancó a la flauta de millo. Se había consolidado el fenómeno: había nacido el vallenato de verdad.
A estas fiestas de fin de fiestas (hoy conocidas con after-parties) se les llamó las colitas, pues eran en verdad las colas de los saraos o los ambigús de sacoleva, champaña y satín, animadas con mazurcas, polkas y valses vieneses. Pero las colitas tuvieron después sus propias colas. Señores y peones no tardaron en salir a la calle en un paseo musical en el que se mezclaban el frac y la alpargata, el ron criollo y el Medoc, Strauss y Francisco el Hombre.
El resto es historia
El Valle de Upari continuó aportando al mundo intérpretes de los viejos cantos anónimos, lo mismo que compositores que ahora firmaban sus canciones. Esta nueva juglaría de autor conocido, no tardó en tomarse el país. Pero lo hizo, curiosamente, desde Bogotá, lugar en el que aquellos cantos aparecieron de la mano y en la voz de jóvenes estudiantes y de desempleados que llegaban al altiplano en busca de nuevas oportunidades. Bogotá les abrió sus puertas, como a tantos otros. Desde la fría Capital, lugar en el que el canto vallenato fue aceptado antes que en otros lados, aquellas rimas lograran permear importantes ciudades de la propia Costa Atlántica.
Otro fenómeno se operó al tiempo. Con el desarrollo de la agroindustria algodonera en los campos del Cesar, muchos campesinos del Sinú y de las Sabanas de Bolívar se convirtieron en trabajadores golondrinas que aparecían por los meses de recolección de cosechas para luego regresar a sus tierras llevando consigo el frescor de tantas notas. La llamada escuela del vallenato sabanero no tardó en aparecer, con cantos adobados con sales de porro y pimientas de cumbia.
Y la historia continuó...
Entre los años sesenta y ochenta el vallenato logró catapultarse. No solo en Valledupar se afianzó la parranda vallenata como institución, sino que en otras importantes ciudades de país, con Bogotá a la cabeza, aquella instancia cultural se legitimó. La parranda vallenata consistía, y sigue consistiendo, en una reunión de amigos, una justa de la palabra, en la que se bebe, se canta, se cuentan anécdotas, pero en la que jamás se baila –pues puede resultar ofensivo para los maestros de la música y el verso, a quienes les complace ser vistos, escuchados y admirados.
Una de las partes más importantes de la parranda es la piqueria. El término tiene su origen en la riña de gallos, y viene de pique, que es el reto de un gallo a otro. La piqueria es un cardinal componente de la parranda, y en ella se desafía al oponente con verso irónico y sarcástico, pasando a veces al plano de lo meramente privado y personal. Pero en la piqueria también se envía “recaos groseros” a supuestos oponentes lejanos, los que, seguramente, algún día responderán. La mejor muestra de ese caso es el archiconocido paseo de Emiliano Zuleta, La gota fría, en el que el autor envía uno de esos “recaos groseros” a su contrincante Lorenzo Morales.
Pero en la piqueria no siempre se piquerea. Su espacio en la parranda vallenata es usado para muchas otras muchas cosas: para conquistar mujeres a punta de flores verseadas, para exaltar al ilustre visitantes y para contribuir con la reducción de la tasa de desempleo (ver recuadro).
Mas allá de la parranda
Muchos comentan que es tal la importancia de la institución de las parrandas, que en ellas se dan a conocer –piquereando o no– los más hábiles acordeoneros y los más talentosos cantores. Esos que, luego de agotadas la posibilidades locales, se lanzan a conquistar fama y dinero, lográndolo a fin de cuentas.
Los herederos de aquellos ascendientes campesinos iletrados y andariegos, pronto se convirtieron en estrellas que brillaron en el firmamento nacional. Entre ellos, el gran maestro Rafael Escalona, a quien hay que culpar –como al diablo– de que el tan provinciano vallenato hubiera logrado conmover el alma de los bogotanos y luego al resto del país, con sus deliciosos paseos, sus suaves y dulces sones, y sus alegres y bullangueros merengues.
Los conjuntos proliferaron, y las casas disqueras empezaron a hacer de las suyas; y, no dándose siempre la coincidencia del doble talento de cantante y acordeonero en la misma persona, surgió de repente la figura del cantante estelar: ese que hacía pareja con un muy bien dotado acordeonista, también estelar. Estos binomios de oro empezaron a proliferar. Todo ello contribuyó a que el ser intérprete vallenato deviniera en una respetable y lucrativa profesión.
Profesión exigió más y más para su ejercicio. Con el tiempo, el público no sólo demandaba más intérpretes y nuevas canciones, sino mayores espacios para divertirse en forma masiva, como las casetas y los estadios. Y exigía conjuntos más grandes y más y sonoros, de seis, ocho, diez, doce, veinte músicos. Los conjuntos se abrieron como la cola de un pavo real, con su plumaje de congas, guitarras eléctricas, tumbadoras, bajos eléctricos, maracas, teclados, cobres y batería. Estaba claro que había que competir con el merengue dominicano, con la salsa de Cali y del Caribe, con el son cubano, con las orquestas de porros y con los Melódicos y los Billo’s venezolanos. No era fácil la tarea.
Tales dimensiones empezaba a alcanzar aquella música simple, llana y elemental de los principios. Ahora sí se sentía, como nunca antes, la presencia de Lucifer en el asunto.
El tate-quieto del Festival
No hay que negar que la idea del Festival Vallenato entró a poner orden en la sala. A darle al fenómeno, como dicen en la Costa, su tate-quieto.
El Festival de la Leyenda Vallenata tuvo su primera versión en abril de 1968, y en este año 2005 celebrará su trigésima séptima justa al final del mismo mes. En aquel 68 lejano –semanas antes de la gran revuelta estudiantil de París--, la dirigencia vallenata encabezada por la Cacica Consuelo Araujonoguera, el compositor Rafael Escalona, la distinguida Myriam de Lacouture y doña Cecilia “La Polla” Monsalvo, presentaron a Colombia una alternativa de celebración de la cultura y de la vida, cuyo primer rey fue quien debía ser: el gran Alejandro Durán.
A partir de la primera elección, muchos reyes –uno cada año– han sido coronados y muchos ‘príncipes’ electos en las restantes categorías, que van desde la canción inédita hasta la de semi-profesionales, pasando por la de aficionados y la de canción inédita. A partir de entonces, también, Valledupar despegó hacia el logro de la categoría de polo turístico, uno de los más importantes del país, especialmente por esas fechas en las que es casi imposible conseguir habitación en los hoteles.
Pero si faltan hoteles, sobran las casas, en las que –con los brazos abiertos como puertas– los vallenatos hacen gala de una hospitalidad que llega acompañada de los mejores platos de la exquisita cocina local –el guiso de chivo como bandera y blasón--, de interminables parrandas, con piqueria incluida, de los mejores licores y de las más exquisita cordialidad.
La exuberante farra del Festival se cierra el día de la Virgen del Rosario, en el que anualmente se conmemora la tenaz lucha de los primigenios pobladores indígenas contra los conquistadores que tanto tardaron en someter el territorio. En la noche de ese día, se lleva a cabo en la tarima principal la gran eliminatoria de los profesionales. De ella surge el Rey vencedor, el que, como todos los demás participantes de toda categoría, deberá haber interpretado los cuatro ritmos vallenatos –paseo, son, merengue y puya– sin acudir a los diabólicos artilugios del Gran Culpable. Es decir, como parte de un conjunto de tres músicos que, de manera canónica, toca los tres instrumentos sobre los cuales el fenómenos asentó sus comienzos: la caja, la guacharaca y el acordeón. Ese tate-quieto, ideado por los pioneros del Festival, es lo que ha hecho decir a muchos obispos de la Costa que, pese a que el diablo fue el culpable de todo, sólo en el Festival palpita y vive la presencia de Dios.
¿Y la presencia de Alá?
Por haber defendido aquello de la disputa musical con los tres instrumentos tradicionales, muchos vallenatos ilustres se han buscado problemas. Tal es el caso del compositor Félix Carrillo Hinojosa, de quien Numas Armando Gil dice que, “por fundamentalista”, debería ser llamado “El talibán del vallenato”. Ante el pique, Félix Carrillo no se ha quedado quieto. Reaccionando ‘de vallenata manera’, ha mandado “un recao grosero” a Numas Armando Gil; tan grosero como aquel de Lorenzo Miguel:
“Armandito me ha tratao
de talibán del vallenato.
Qué tipo tan atrasao:
soy talibán dej’ace rato”
Posdata:
Entremos, pues, al goce vallenato en la nueva versión del Festival, de la mano del diablo, de Alá y, sobre todo, del Dios Todopoderoso, Único y Verdadero. Y de la mano de la nueva teología caribe, porque, permítaseme decir que... En la Costa, Dios es costeño y usa guayabera. Pero, ¿dirá Ay, hombe, juepa jé? Seguramente sí, sobre todo cuando, contento, nos ve a todos en misa.
viernes, 15 de abril de 2011
MAÑANITAS DE INVIERNO
Por: Julio Oñate M.
El año 1993 fue un año de grandes logros en la carrera musical de los hermanos Zuleta, artistas profundamente arraigados en el sentimiento del pueblo Colombiano y Emilianito se destacaba no solo como un verdadero maestro del acordeón sino también como un compositor consagrado que muy de cerca seguía los pasos de los grandes trovadores del canto vallenato, erigiéndose como el primer rey de reyes de la canción inédita en el festival de Valledupar.
Cualquier día de cualquier mes del citado año Emiliano disfrutaba de un descanso en compañía de Yezenia, su compañera, en su finca “Las Matildes”, ubicada en cercanías de Urumita (Guaj.)
Después del canto de los gallos y recrearse con el ordeño en la madrugada ya despuntando el día se fueron los dos a inspeccionar el plantío de guineo serrano que Mile había sembrado más allá de los corrales. Era de mañanita el cielo estaba cargado de nubes y el sol aún no se asomaba como presagio de la llegada del invierno. De pronto empezó a caer una pertinaz llovizna que obligó a la pareja de enamorados a guarecerse dentro de la casa y ya refugiado entre los brazos de su mujer, Emiliano, apasionadamente empezó a tararear unos sentidos versos que le darían forma a una de sus canciones más amorosas.
Los versos brotaban como un manantial que acababa de romper fuente y el afanosamente buscó un papel y algo con que escribir temiendo que aquellas frases tan bonitas se le pudiesen escapar si no las fijaba rápidamente. Su afán aumentaba al comprobar que en el lugar no había una hoja de papel y mucho menos con que escribir. Recursivamente Yezenia tomo una servilleta y con una lápiz de cejas logro plasmar los primeros trazos del canto que nacía de forma inesperada.
Una vez facturada la canción con el título Mañanitas de invierno fue popularizada en las parrandas de los Zuleta quienes ese mismo año la grabaron exitosamente colocándose en los primeros lugares del hit parade vallenato.
A mediados del año noventa y cuatro Emilianito tuvo la gran satisfacción de animar una parranda que en Cartagena el senador por Bolívar, Juancho García, ofreció en homenaje al ilustre presidente Cesar Gaviria y a su Sra. esposa Ana Milena. No estaba Poncho presente y Mile vocalizando dedico a la pareja presidencial su nueva canción Mañanitas de invierno
La primera dama de la nación quedó fascinada al escuchar este precioso paseo y muy cortésmente le pidió a su autor que le gustaría volver a escucharla en la fiesta de su cumpleaños que próximamente se realizaría en el palacio de Nariño allá en la capital. La invitación quedó formalizada y unos días más adelante un estafeta de palacio trataba de coordinar con Emiliano los detalles del viaje en la aerolínea Avianca. El grupo de los Zuleta era numeroso y no fue fácil cuadrar lo de los cupos por lo tanto para salvar el impase de Bogotá fue enviado el avión presidencial a recogerlos a Valledupar. De inmediato surgieron críticas al respecto no obstante haber cancelado de su bolsillo el doctor Gaviria la gasolina del crucero siendo necesario que el regreso se realizara en uno de los Hércules de la fuerza aérea Colombiana.
La parranda en palacio tuvo los ribetes de un acontecimiento nacional pues además de los ministros del despacho asistieron los ex presidentes López Michelsen, Belisario Betancourt, Virgilio Barco y el “cancamán” de nuestras letras, Gabriel García Márquez. En un momento de gran entusiasmo el ministro de gobierno, doctor Fabio Villegas, acompaño a los del grupo tocando la guacharaca y fue tan esplendida su faena que Adán Montero le obsequio el instrumento al final de la jornada.
Complaciendo la petición de la primera dama de la nación Mile interpretaba Mañanitas de invierno, pero antes de finalizar esta el premio Nobel ordenó suspender la ejecución pidiéndole al cantautor que repitiera el solo con su acordeón el siguiente fragmento:
Mira que el cielo ya se vuelve a nublar
Y unas gotitas empiezan a caer
Vamos pa` dentro que nos vamos a mojar
Para que estemos bien solitos y yo así entregarte
Mi cariño pa`que tú te sientas más mujer.
El año 1993 fue un año de grandes logros en la carrera musical de los hermanos Zuleta, artistas profundamente arraigados en el sentimiento del pueblo Colombiano y Emilianito se destacaba no solo como un verdadero maestro del acordeón sino también como un compositor consagrado que muy de cerca seguía los pasos de los grandes trovadores del canto vallenato, erigiéndose como el primer rey de reyes de la canción inédita en el festival de Valledupar.
Cualquier día de cualquier mes del citado año Emiliano disfrutaba de un descanso en compañía de Yezenia, su compañera, en su finca “Las Matildes”, ubicada en cercanías de Urumita (Guaj.)
Después del canto de los gallos y recrearse con el ordeño en la madrugada ya despuntando el día se fueron los dos a inspeccionar el plantío de guineo serrano que Mile había sembrado más allá de los corrales. Era de mañanita el cielo estaba cargado de nubes y el sol aún no se asomaba como presagio de la llegada del invierno. De pronto empezó a caer una pertinaz llovizna que obligó a la pareja de enamorados a guarecerse dentro de la casa y ya refugiado entre los brazos de su mujer, Emiliano, apasionadamente empezó a tararear unos sentidos versos que le darían forma a una de sus canciones más amorosas.
Los versos brotaban como un manantial que acababa de romper fuente y el afanosamente buscó un papel y algo con que escribir temiendo que aquellas frases tan bonitas se le pudiesen escapar si no las fijaba rápidamente. Su afán aumentaba al comprobar que en el lugar no había una hoja de papel y mucho menos con que escribir. Recursivamente Yezenia tomo una servilleta y con una lápiz de cejas logro plasmar los primeros trazos del canto que nacía de forma inesperada.
Una vez facturada la canción con el título Mañanitas de invierno fue popularizada en las parrandas de los Zuleta quienes ese mismo año la grabaron exitosamente colocándose en los primeros lugares del hit parade vallenato.
A mediados del año noventa y cuatro Emilianito tuvo la gran satisfacción de animar una parranda que en Cartagena el senador por Bolívar, Juancho García, ofreció en homenaje al ilustre presidente Cesar Gaviria y a su Sra. esposa Ana Milena. No estaba Poncho presente y Mile vocalizando dedico a la pareja presidencial su nueva canción Mañanitas de invierno
La primera dama de la nación quedó fascinada al escuchar este precioso paseo y muy cortésmente le pidió a su autor que le gustaría volver a escucharla en la fiesta de su cumpleaños que próximamente se realizaría en el palacio de Nariño allá en la capital. La invitación quedó formalizada y unos días más adelante un estafeta de palacio trataba de coordinar con Emiliano los detalles del viaje en la aerolínea Avianca. El grupo de los Zuleta era numeroso y no fue fácil cuadrar lo de los cupos por lo tanto para salvar el impase de Bogotá fue enviado el avión presidencial a recogerlos a Valledupar. De inmediato surgieron críticas al respecto no obstante haber cancelado de su bolsillo el doctor Gaviria la gasolina del crucero siendo necesario que el regreso se realizara en uno de los Hércules de la fuerza aérea Colombiana.
La parranda en palacio tuvo los ribetes de un acontecimiento nacional pues además de los ministros del despacho asistieron los ex presidentes López Michelsen, Belisario Betancourt, Virgilio Barco y el “cancamán” de nuestras letras, Gabriel García Márquez. En un momento de gran entusiasmo el ministro de gobierno, doctor Fabio Villegas, acompaño a los del grupo tocando la guacharaca y fue tan esplendida su faena que Adán Montero le obsequio el instrumento al final de la jornada.
Complaciendo la petición de la primera dama de la nación Mile interpretaba Mañanitas de invierno, pero antes de finalizar esta el premio Nobel ordenó suspender la ejecución pidiéndole al cantautor que repitiera el solo con su acordeón el siguiente fragmento:
Mira que el cielo ya se vuelve a nublar
Y unas gotitas empiezan a caer
Vamos pa` dentro que nos vamos a mojar
Para que estemos bien solitos y yo así entregarte
Mi cariño pa`que tú te sientas más mujer.
Después de escucharlo atentamente Gabo sentencio delante de todos:
“Es esta la forma más culta que yo he escuchado para decirle a una mujer, vamos a echar un polvo”.
sábado, 2 de abril de 2011
UNA CANCION Y 44 BALAZOS
Por Fredy González Zubiría
La Locura
La relación del homenajeado y la canción, es de orgullo y gratitud pues significa su ingreso al universo creativo del compositor el cual inmortaliza su nombre en el canto. Es el caso, por ejemplo, del tema “Lluvia de Verano” de la autoría del maestro Hernando Marín Lacouture, inspirada y dedicada a su amigo Lisímaco Peralta, el cual marcaría el destino de su protagonista.
En mayo de 1978 se lanza el álbum La Locura, grabado por el entonces joven cantante guajiro Diomedes Díaz, quien frisaba los 21 años, acompañado en el acordeón por su paisano Juancho Rois, dos años menor que él. Ninguno de los dos jóvenes talentos intuía la magnitud del éxito que alcanzaría un trabajo musical que a la postre los consagraría como grandes del folclor.
El acordeón con que interpretó Rois aquellas melodías ni siquiera él mismo pudo repetirlo en otros discos. Una posible influencia del sacerdote capuchino italiano Hilario de Pescosolido, conocedor de música sacra y experto en acordeón piano y armonio, con el que Juancho tomó clases a su paso por el colegio La Divina Pastora de Riohacha, puede explicar la singular evocación barroca en temas como “Acompáñame” y “ El alma en un acordeón”. El álbum aún hoy es considerado un hito dentro de la música vallenata. Siete de los doce temas del LP se convirtieron en éxito inmediato: “Acompáñame”, “La Piedrecita”, “El Alma en un acordeón”, “Vendo el Alma”, “Lo más bonito”, “Sol y Luna” y, por supuesto, “Lluvia de Verano”.
La locura fue el nombre más apropiado para el disco, no sólo porque musicalmente constituía un derroche de talento incomparable, sino porque reflejaba acertadamente la convulsa época que se vivía en La Guajira. Y es que en 1978 se iba a producir la más grande cosecha de marihuana de toda la bonanza: Las 75.000 hectáreas de cannabis sativa sembradas en la Sierra Nevada (en la parte guajira) simulaban un inmenso delantal.
El cultivo y exportación de marihuana se habían convertido en el mayor generador de empleo rural y urbano en la media guajira y parte del sur del departamento. El campesino emocionado recibía montones de dinero que nunca hubiesen llegado a sus manos sembrando yuca o plátano. Era la locura. Así mismo, la alta capacidad adquisitiva impulsó el armamentismo civil, en una tierra donde la tenencia de armas hacía parte de una larga tradición para la custodia del honor. Las armas facilitaron que los pequeños conflictos, que anteriormente se resolvían con el diálogo de los mayores, ahora terminaran en tiroteos con saldo de muertos y heridos. Era la locura.
Entre los miles de jóvenes campesinos que se engancharon en el negocio de la marihuana figuraba Lisímaco Antonio Peralta Pinedo, nacido en 1947 en el desaparecido caserío de Guacaraca, jurisdicción del corregimiento de Las Flores, municipio de Riohacha en la época. Hijo de Luis Rafael Peralta Moscote y María Pinedo Gil, ejerció diversos oficios desde jornalero hasta conductor de camioncitos, volquetas y taxis, empujado por la pobreza.
A mediados de los años setenta Lisímaco, al enterarse de las ganancias que producía la marihuana, decidió meterse al negocio, primero como transportador de las fincas a los puertos y pistas de aterrizaje clandestinas y luego como comprador de cosechas que él mismo embarcaba. De esa forma hizo una pequeña fortuna, invirtió en propiedades y se estableció en Santa Marta.
Por esa época conoció a Hernando Marín, famoso juglar del folclor vallenato, bohemio y aventurero, a quien invitó a finales de 1977 a una parranda en su casa en Santa Marta. Luego de tres días de whisky, Lisímaco convidó al compositor a que lo acompañara a La Guajira a ojear una caleta de marihuana que estaba próxima a embarcarse. En medio del monte guajiro, sentados sobre pacas de yerba, Lisímaco Peralta le narró a Hernando Marín la historia de su vida, la pobreza que golpeó a su familia, y las dificultades y penurias que lo acompañaron por muchos años, hasta que por fin, gracias a la marihuana, había logrado cambiar de situación. También le contó de sus sueños de infancia y de sus triunfos y derrotas amorosas. El artista, conmovido por el relato, le tarareó los primeros versos de aquella canción, que se convertiría en todo un clásico de la música vallenata.
Ya no tengo ni penas ni
sufrimientos/
ya se fueron como el viento
huracanado/
y las penas que me ardían dentro
del pecho/
de penas y sufrimientos se
acabaron/
ya no quedan ni siquiera los
recuerdos/
y si llegan, ya son lluvias de verano.
Al día siguiente, luego de dar las últimas instrucciones a los vigilantes de la caleta, viajaron hasta Las Flores, el pueblo de Lisímaco, y se alojaron en la casa de su suegra, Inés Toro. Hernando Marín, por la amistad que habían cultivado y cortado por el guayabo y el hambre luego del largo viaje, se sintió atraído por el delicioso olor de guiso que salía de una inmensa olla. Se acercó a la estufa y quitó la tapa para cerciorarse de lo que su olfato le indicaba, cuando fue sorprendido por la dueña de casa Inés Toro quien le dice: – ¡Suelte esa tapa! El músico sorprendido le dijo – ¿Doña, no sabe quién soy yo?– ¡Usted puede ser quien sea, pero a mí no me gusta que me neceen las ollas! Sin argumentos, Hernando Marín sonrió, tapó de nuevo la olla y siguió para el patio. Ya sentado en una butaca, siempre alegre y bonachón, el maestro le pidió a doña Inés que escuchara unos versos que le había compuesto a su yerno, y le cantó el coro.
Porque fuiste como lluvia de
verano./
Y al que le pique, que le pique,
por mí, que se siga rascando.
En marzo de 1978 Hernando Marín regresó a Las Flores y le anunció a Lisímaco Peralta que su canción sería grabada por Diomedes Díaz y Juancho Rois. Inmediatamente se armó la parranda en el quiosco de Reyes Corina, y Marín cantó la versión definitiva de “Lluvia de Verano”.
Las lluvias del verano no son
frecuentes/
son carrizos que refleja el tiempo
malo/
y si vuelve una de las que me
dejaron/
reconcilio porque no soy valiente
que no digan las mujeres que soy
malo/
malas ellas que buscan su mala
suerte
En menos de quince días el álbum La Locura sonaba a todo volumen en los equipos de sonido, pasacintas y pickups del Caribe colombiano y en las grabadoras de los estudiantes costeños de Bogotá, quienes vivían en cofradías en los barrios Palermo, Teusaquillo, Sears (hoy Galerías) y Campin. El tema “Lluvia de Verano” fue el más popular, y era cantado a todo pulmón por jóvenes y viejos mañana, tarde y noche.
Aprendí en el diccionario de la
vida/
a conocer la mentira de la gente
menos mal que yo he sido un
hombre valiente/
que aunque sangre no me duelen
las heridas/
porque tengo mi experiencia
conseguida/
mantendré siempre levantada la
frente
La melodía se convirtió en un canto épico del guajiro y del costeño victorioso. En La Guajira y el Magdalena era el himno del marimbero triunfante, de aquél campesino que zafó a la pobreza o del urbano que había pasado de ser un varado a “tener la tula”. En Bogotá y Barranquilla era canto de quienes habían logrado estudiar un bachillerato o una universidad, hijos de los comerciantes de Maicao, los ganaderos del sur del departamento y del Cesar o de los funcionarios y pequeños comerciantes de Riohacha.
Canto, rio, sueño y vivo alegre
Al que le duela que le duela
Si se queja es porque le duele
“Lluvia de Verano” de alguna manera, exaltaba el fin del ostracismo guajiro que a su vez se convirtió en una peculiar presentación ante la sociedad colombiana por sus variantes extremas; la amable, representada por el mejoramiento de la calidad de vida de unos, reflejada en el acceso a la academia y la difusión de su música, y la amarga, expresada en el vendaval de violencia extrema que se vivió. Esta última de dos orígenes, la de las guerras interfamiliares y la violencia gratuita, producto de la arrogancia y la intolerancia, alimentada por el frenesí del dinero fácil y agravada por la aparición en escena de algunos psicóticos que deliraban por disparar los cuales llenarían de luto la península y parte de la costa.
La gente, especialmente la nueva generación, entonaba alegre la canción y repetía el nombre Lisímaco Peralta sin saber quién era el ahora famoso personaje. Para la mayoría era un hombre que aburrido de una situación difícil, presuntuosamente “cambió de comedero”. Reflexiones perversas afirmaban que “el comedero” era una mujer, pero no, “el comedero” era el hogar de la mujer, la novia o la amante, dónde él llegaba a veces a desayunar, a veces a almorzar y a veces a cenar. Para la mujer guajira, sea esposa, mujer, novia o amante, es muy importante que su hombre se alimente en casa y por eso se esmera en preparar ella misma los alimentos. La ruptura de la relación produce una pérdida sentimental y lleva en consecuencia a un cambio de comedero. Y es que quien pierde a una mujer también pierde su sazón.
Tengo talla de hombre mujeriego
como Lisímaco Peralta
voy a cambiar de comedero
Lisímaco Peralta estaba feliz con su canción, pero no había tenido la oportunidad de escucharla en vivo, ejecutada por sus intérpretes. Las presentaciones de Diomedes y Juancho siempre se cruzaban con sus ocupaciones; cada vez que se proponía viajar a Valledupar o a Barranquilla, algo surgía: un inconveniente en el negocio, un enfermo en la familia o una visita inesperada. Era como si el destino no quisiera que los músicos se encontraran con el agraciado.
Un viaje sin retorno
En La Guajira y el Magdalena había preocupación por la cosecha de 1978; sabían de la presión que ejercía el gobierno de los Estados Unidos contra el cultivo y la exportación de marihuana a través de la fuerza pública, incluido el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea. Pero además, tenían presente que el gobierno de Alfonso López Michelsen tocaba a su fin y la política del nuevo presidente era una incógnita.
Lisímaco Peralta estaba intranquilo, el envío del embarque que lo convertiría en un nuevo rico se había retrasado. El buque que debía partir del puerto de Santa Marta hacia una playa de La Guajira a recoger la mercancía el 29 de julio tenía un desperfecto en el motor y su reparación tardaría algunos días. Decidió viajar entonces con uno de sus socios a la finca a poner al tanto de la situación a los vigilantes de la caleta para que no se impacientaran. Estaba nervioso, su plan era hacer el envío grande antes de la posesión del nuevo presidente, porque después cualquier cosa podía pasar. El 5 de agosto madrugó para la península, le comentó la novedad a los vigilantes y les dejó un buen mercado y abastos para una semana más.
Al tomar la troncal del Caribe de nuevo y ver en la vía el aviso que anunciaba la cercanía de su pueblo, le pidió a su socio, que entraran unos minutos para saludar a la familia. Al llegar a Las Flores se dio de cara con Adalcímenes Brito quien lo recibió con estas palabras: -Compadre, llegó como caído del cielo, hoy se presentan aquí Diomedes Díaz y Juancho Rois. -¡Cómo va a ser!- le dijo sorprendido Lisímaco. -Sí -agregó Adalcímenes- el dos cumplí años, y hoy cinco cumple mi compadre Ildefonso Pimienta, y nos pusimos de acuerdo para hacer una sola fiesta. -Compadre, voy de paso, madrugué pa’ Pénjamo y ya voy de regreso a Santa Marta, no traje ni ropa. –le contestó Lisímaco. -La ropa no es problema, yo le presto -le ripostó el compadre. -Está bien -cedió rápido Lisímaco, sin ofrecer mucha resistencia por el deseo frustrado de escuchar su canción en la voz de Diomedes Díaz. Se bajó del carro y le pidió al socio que lo viniera a buscar a primera hora del día siguiente.
En efecto, Adalcímenes Brito e Ildefonso Pimienta habían acordado hacer una sola fiesta, que pagarían entre ambos. Dos días atrás habían contratado la agrupación de Diomedes Díaz y Juancho Rois en Riohacha, cuando amenizaba en la capital del departamento el matrimonio de Danis Brito Rosado, oriundo también de Las Flores. El festejo sería en ‘Salsipuedes’, una casa que usualmente arrendaban en el pueblo para fiestas privadas o casetas.
Los cumplimentados invitaron a todo el pueblo, familia, amigos y conocidos. Entre ellos a Reyes y Juanito Guerra, dos hermanos que mantenían resquemores con Lisímaco, por motivos que se desconocían. Algunas versiones sostienen que ello obedecía a que Lisímaco, supuestamente, le prestaba su vehículo a Marcos López en Santa Marta, un florero residente en esa ciudad, enemigo de los Guerra. Otras voces niegan el hecho y aseguran que todo fue producto de un malentendido: el carro de Lisímaco Peralta era de la misma marca, modelo y color que el de Marcos López, una camioneta Dodge 300 negra, con la diferencia de que la de éste último era blindada. También se decía que la inquina entre ellos tenía que ver con una mujer, pariente de los Guerra. Lo cierto es que la inconformidad de Reyes y Juanito con Lisímaco afloró esa noche del 5 de agosto de 1978. El origen real de la pugna nunca se supo. Lo grave es que en ese tiempo los problemas se resolvían a tiros.
Por esos años Las Flores no gozaba del servicio de energía eléctrica. Y la del 5 de agosto era una noche oscura, sin luna, una verdadera boca de lobo. Los lugareños consiguieron una planta eléctrica o motor, como dicen en la zona, para suministrar energía a ‘Salsipuedes’. Hacía las 7 de la noche comenzó la fiesta; la gente se volcó a la casa de la calle 6, aglutinándose en el patio, en la sala y en la calle. La curiosidad por conocer a Diomedes y Juancho era general. Los músicos se ubicaron al final del patio en una pequeña e improvisada tarima.
Ildefonso Pimienta presentó a Lisímaco Peralta con Diomedes Díaz. Se dieron un fuerte abrazo como compadres de toda la vida. -¡El famoso Lisímaco Peralta!,- le dijo el Cacique de la Junta. -Soy famoso gracias a ti.- le contestó sonriendo Lisímaco. -Será gracias al compadre Hernando Marín- le recordó Diomedes. Se sentaron y brindaron con una Rois, como siempre, permanecía callado y solo se reía de los chistes y comentarios necios que se hacían.
“Salsipuedes”
La agrupación abrió su presentación con “Lluvia de Verano” y fue la locura, todos se levantaron a hacer palmas y cantar en coro. A Lisímaco se le aguaron los ojos de la emoción; en milésimas de segundos por su mente pasó su vida, su infancia de campesino, su juventud como conductor, sus dificultades, su pobreza y su primer “corone”. Le parecía increíble, ver y escuchar a Diomedes Díaz y a Juancho Rois en su pueblo, era algo reamente mágico. Al terminar la primera tanda, radiante y conmovido, los contrató para su cumpleaños de la próxima semana, el 12 de agosto. Les pidió que no se comprometieran por tres días y les ofreció como regalo una camioneta último modelo.
La fiesta continúo; el conjunto interpretaba cada una de las canciones del disco, convertidas en éxitos rotundos. A esas alturas ya Lisímaco había discutido dos veces con Juanito Guerra, quien insistía en el reclamo -Hoy te voy a matar- le dijo la primera vez. Lisímaco, inocente del infierno que estaba creciendo dentro de Juanito, pensó que estaba mamando gallo y contestó con una sonrisa. -¡Ve Juanito, deja de estar hablando locuras!-
Una hora después se le acerca de nuevo y le dice -Hoy te voy a matar.- Lisímaco, desprevenido y sonriente, le comentó a los dos amigos que tenía a su lado -A Juanito qué le pasa, es la segunda vez que me dice que hoy me va a matar.- Lisímaco y sus amigos se rieron, no creyeron en las palabras de Juanito Reyes, les parecía absurdo que los Guerra hablaran en serio; se suponía que aquella era una fiesta de amigos.
En esa época era normal que los hombres en La Guajira portaran armas. En los pueblos de la troncal del Caribe como Las Flores, La Punta y Dibulla se miraba como bicho raro a quien no portara un arma en su bolsillo o en su cinto. Esa noche en Las Flores, con la excepción de los cumplimentados, todos cargaban armas, motivo adicional para disuadir a cualquiera de hacer uso de ellas. El último tema de la segunda tanda de Diomedes y Juancho fue nuevamente “Lluvia de Verano”, todos seguían con palmas la canción, Lisímaco se levantó de la mesa y alzó los brazos: “Canto, rio, sueño y vivo alegre, al que le duela que le duela, si se queja es porque le duele”, coreaba con el Cacique de La Junta. Era su día, era su canto, y la próxima semana el embarque que lo convertiría en millonario partía con rumbo norte; era su triunfo.
Al final de la tanda algunos de los presentes pidieron al “picotero” que colocara algo de salsa. Empezó a sonar “El cocinero mayor” de Fruko y sus tesos. Los salseros incógnitos salieron al ruedo: Ismael Galván, Adalcímenes Brito, José Bermúdez, “patoco”, y Estivin Mendoza; se improvisó un concurso de baile y la gente se apiñó en la sala a ver el espontaneo espectáculo.
A la 1 y 10 Sidis Mendoza, la cuñada de Lisímaco, llegó a buscarlo. Le dijo con inusitada angustia, como si presintiera algo -Lisímaco, me dijiste que te viniera a buscar a la una porque venían temprano por él, vamos para que te acuestes,- le dijo la mujer. Lisímaco se quedó mirándola pensativo, y sonriente le contestó -No te preocupes, anda tú que en 15 minutos estoy allá, dile a tu mamá que ya voy.- Sidis se marchó.
A la 1 y 20 de la madrugada, el conjunto vallenato se aprestaba a dar comienzo a la tercera tanda, y mientras la mayoría de los asistentes estaban felices, gozándose la fiesta, los hermanos Guerra seguían inquietos y belicosos. Nuevamente Reyes se le acercó a Lisímaco a amenazarlo y éste con la paciencia colmada le contestó: -Bueno, tú te crees más hombre que todo el mundo.- Inmediatamente apartó a sus acompañantes, y llevó su mano al bolsillo buscando su pistola, pero Reyes sacó primero y le disparó dos tiros a quema ropa, hiriéndolo en un brazo y una mano. Lisímaco reaccionó y desenfundó su Pietro Beretta 9 mm., alcanzó a disparar una vez pero el arma se atascó. En ese momento recibió 7 tiros por la espalda de un acompañante de los hermanos Guerra, y Lisímaco cayó muerto con la pistola en la mano.
Sidis Mendoza acababa de llegar a su casa y se disponía a darle la razón a su mamá cuando se escucharon los primeros tiros. Temiendo lo peor, se llevó la mano al pecho y exclamó -¡Mamá, mataron a Lisímaco!- dijo, mientras se escuchaban más y más disparos.
Reyes intento fugarse saltando la tapia pero los acompañantes de Lisímaco lo bajaron a balazos. Recibió en total 44 tiros. La plomera fue terrible. El nombre festivo del sitio se convirtió en una espantosa realidad: Salsipuedes. Había gente disparando por todas partes. Juanito, el hermano de Reyes, intentó subirse en una mesa para disparar y uno de los presentes lo mató de un solo tiro. Ahí terminó la balacera. El hombre que le disparó a Lisímaco por la espalda había salido tranquilo en medio de la oscuridad y se encontraba ya lejos del pueblo.
El saldo fue lamentable, muertos: Lisímaco Peralta, los hermanos Juan y Reyes Guerra y José Tomás Bermúdez, este último, un anciano de 79 años. Los heridos: Eberto Alonso Povea Pérez, Cándido Celestino Povea Pérez, Enrique Luis Povea Pérez, familiares entre si quienes estaban en una misma mesa, y una mujer de nombre desconocido, natural de Tolú, invitada a la fiesta.
Cuando se armó la plomera, Diomedes Díaz y Juancho Rois se volaron la tapia, llegaron hasta la casa vecina y se metieron debajo de una cama; de ahí saldrían media hora después, descubiertos por un vecino conocido como “El negrito” quien, portando una ametralladora M-1, buscaba no se sabe a quién para matarlo. Solo hasta las tres de la mañana, cuando llegó el ejército, los músicos, escoltados por soldados, lograron abandonar Las Flores. Al subirse en el vehículo militar Diomedes sentenció -¡No vuelvo más a este pueblo!-
A esa misma hora, a decenas de kilómetros de allí, en la Sierra de la Totumita, una zona de la Sierra Nevada de Santa Marta, doña Alba Rosa Rosado, la madrastra de Lisímaco, estaba dormida; súbitamente despertó y sintió que le pasaban el peine por el cabello -Presentí que algo le había pasado a uno de los míos,- recuerda hoy, 30 años después.
Los hechos de aquel sábado aciago fueron producto de una serie de circunstancias desafortunadas que tuvieron como telón de fondo el ambiente de crispación social que se vivía en La Guajira en esos años por cuenta del negocio de la marihuana. Al parecer los hermanos Guerra no habían planeado nada, y tampoco tenían intención de hacerle el reclamo en Santa Marta a Lisímaco por la supuesta falta.
La serie imprevistos y casualidades que se conjugaron para hacer que la víctima estuviera presente en el festejo: el daño fortuito del motor del barco, su decisión de última hora de entrar a saludar a su familia; el reencuentro con los amigos; la fiesta con los ídolos vallenatos del momento, que estrenaban su canción; la negativa de atender la solicitud de su cuñada cuando fue por él, han dado pie para que en los vecinos de Las Flores exista el convencimiento de que Lisímaco Peralta murió por una mala hora. Tal vez la presentación en vivo de “Lluvia de Verano”, una innegable ovación a Lisímaco, atizó odios reprimidos, sostienen algunos. Lisímaco Peralta estaba casado con Aura Leticia Arévalo, su paisana, con quien tuvo 4 hijos. La semana siguiente cumpliría 30 años de edad.
Su nombre quedó inscrito para siempre en la Leyenda Vallenata con la canción que le compuso su amigo Hernando Marín, esa jocosa melodía adoptada como canto triunfal por toda una generación de guajiros y costeños, que 32 años después los parranderos siguen entonando a todo pulmón.
Su famoso intérprete, Diomedes Díaz, ha cumplido la promesa que hizo aquella noche debajo de una cama, en medio del tableteo incesante de pistolas y revólveres: no ha vuelto a cantar en Las Flores.
Epílogo
Horas después de la muerte de Lisímaco Peralta, en la lejana Bogotá, tomaba posesión como presidente de la República Julio Cesar Turbay Ayala. El primer acto de su gobierno consistió en la expedición del decreto 1923, también conocido como el Estatuto de Seguridad, con base en el cual ordenó militarizar La Guajira con más de 10.000 soldados, derribar los aviones no autorizados que llegaran a la península y bombardear las pistas clandestinas. El principio del fin de la bonanza marimbera había comenzado.
sábado, 5 de marzo de 2011
La eterna parranda de Diomedes. III Parte.
Por Alberto Salcedo Ramos
3. Las vacas pariendo y yo bebiendo
Diomedes entró a la caseta escoltado por un tropel de admiradores. Puntual, sobrio. Mientras avanzaba por la calle de honor que le abrían los fanáticos que ya estaban dentro, iba dejando en la atmósfera una estela de perfume. Me llamó la atención el hecho de que rechazara las copas de ron y whisky que espontáneamente le ofrecía el público. Incluso se negó a recibir una cerveza helada que, según pensé entonces, le hubiera servido para mitigar el bochorno de aquella noche veraniega.
—Los cantantes no consumimos bebidas frías —se excusó—. Si me pongo ronco se nos daña el baile, primo.
Acto seguido extrajo del bolsillo de la camisa un mendrugo de panela. Se lo llevó a la boca y empezó a masticarlo ahí mismo, delante de todos nosotros. Luego se dirigió hacia una zona contigua a la tarima para reunirse con los integrantes del conjunto. Su moderación no encajaba en el estereotipo de borracho propio del músico vallenato. Pero lo que me pareció más extraño fue lo que vino a continuación: cada vez que terminaba una tanda de canto, tomaba consomé de pollo y volvía a comer panela. A veces se aislaba en uno de los rincones de la caseta para gesticular como si estuviera actuando frente a un auditorio imaginario. Se ponía las manos abiertas en el pecho, daba un par de pasos laterales.
A lo largo de todos estos años he pensado mucho en el Diomedes de aquella noche de 1979, incluso desde antes de aventurarme a escribir esta historia. He evocado sus rasgos todavía adolescentes, sus gestos pintorescos. He contado varias veces, de manera oral, los mismos hechos que ahora estoy contando por escrito en esta crónica. Me he preguntado qué tanto de mi interés en él se debía a su carisma y qué tanto a mi naturaleza fisgona. Lo cierto es que yo me movía por dondequiera que él se moviera. Registraba con entusiasmo sus acciones, lo observaba de arriba abajo. Hubo un momento en que se me dio por curiosear su cuello. Me llamó la atención que tuviera la nuez de Adán tan sobresaliente. Supuse que tal vez la fuerza de su voz se derivaba de ese apéndice filoso. Cuando subió de nuevo a la tarima seguí escudriñándole el cuello: vi cómo se agrandaba y cómo se contraía, vi las venas gordas, la nuez inflada como si fuera a reventarse. En principio, ese gaznate abultado quedó grabado en mi memoria como una rareza morfológica. Después se convirtió en la imagen viva de la pasión de Diomedes por el canto. Había que ver el fuego que irradiaba aquel cantante. Si parecía a punto de desgarrarse físicamente era porque se estaba jugando el alma en cada tonada. El público, entre tanto, contemplaba embelesado su interpretación del paseo El gavilán mayor:
Yo soy allá en mi tierra el enamorador
soy buen amigo y valiente también
porque soy de las hembras el conquistador
de mil claveles soy el chupaflor
y en mi chinchorro me puedo mecer
Yo soy el gavilán mayor
y en el espacio soy el rey.
Durante gran parte de estos años arriesgué conjeturas erróneas sobre el vaso de caldo y los pedacitos de panela que Diomedes llevaba consigo la noche en que lo conocí. Suponía que eran simples extravagancias de divo. La verdadera razón de su ascetismo se me reveló cuando empecé a explorar el tema con ojos de reportero: Diomedes se cuidaba porque era un cantante de aspiraciones. Al conservarse sobrio podía seguir vivo para alcanzar la gloria que creía merecer. Al convertirse en un borracho ponía en riesgo esos ideales. Tenía claro que su canto era —como se dice en la jerga campesina de la región— su hacha y su machete. Por tanto, lo protegía como a su propia vida. Tomaba consomé para mantener en calor su garganta, comía panela para aclarar la voz. Esos mimos que se prodigaba evidenciaban, además, el respeto profundo que entonces le inspiraba su oficio. Los amigos que me han oído narrar esta historia coinciden conmigo en que aquel muchacho intachable no anticipaba al personaje disoluto que el país conocería después.
Aquella noche en San Estanislao Diomedes le arrebató el micrófono al animador para anunciar su siguiente canción.
—Este paseo inédito vendrá impreso en mi próximo disco, que saldrá al mercado, con el favor de la Virgen del Carmen, dentro de un mes. Se llama El profesional y dice la verdad de mi propia vida. Con mucho gusto para todos ustedes.
Durante casi toda la canción mantuvo los ojos cerrados. Manos apretadas contra el pecho, cabeza inclinada hacia la izquierda. En varios pasajes la voz se le quebró como si estuviera a punto de llorar. Fue tal vez el momento más emotivo de la velada.
Me inspiraba cuando fui un alumno
Siempre ser un buen profesional
Y como no tuve pa' estudiar
Fueron imposibles mis estudios.
Pero hay cosas bellas en el mundo
que es la inteligencia natural
Y cualquier hombre puede triunfar
Y después gritarlo con orgullo
No fueron completos mis estudios
Pero soy un buen profesional.
Al terminar la canción hizo una venia solemne con la cabeza. Luego se me perdió de vista. Cuando volví a verlo lo tenía al frente: avanzábamos en sentido contrario a través del angosto corredor que había entre dos hileras de sillas ocupadas por borrachos. Él traía su vaso de consomé, yo llevaba las manos vacías. El choque entre los dos era inminente. En el último soplo, sin embargo, logré esquivarlo corriéndome un poco hacia la derecha, justo después de que él exclamara con apremio:
—¡Cuidado te quemas!
En seguida me dio la espalda y siguió su rumbo. Yo me quedé parado viendo cómo se alejaba entre la multitud. Ahora, al observar el episodio en perspectiva, comprendo que ya en aquel momento era mi personaje aunque ambos lo ignoráramos. En parte por eso y en parte por la notoriedad que alcanzó después, la frase que me dijo entonces —tan casual, tan insignificante— ha sobrevivido intacta en mi memoria.
***
Fue la primera y última ocasión en que nos vimos las caras. Nunca más nos hemos topado tan de frente, tan de cerca, a pesar de haber coincidido un montón de veces en los mismos espacios. Antes de decidirme a escribir sobre él lo vi actuar, por lo menos, en diez escenarios distintos. Después, en cinco. Viajando como cronista tras sus pasos he acumulado incontables millas de camino por tierra y por aire. Una noche en La Dorada, Caldas, me alojé en el mismo hotel en el que él estaba alojado. Una tarde en Ciénaga, Magdalena, me subí en el autobús de sus músicos. En febrero de 2010 asistí a la inauguración de una discoteca vallenata en Bogotá, amenizada por él. Durante la mayor parte de la velada permanecí montado en la tarima como si fuera un miembro más del conjunto. Desde mi ubicación privilegiada lo observé de perfil, a unos dos metros de distancia. Lo cierto es que son muchos los encuentros que he tenido con él desde aquella noche de 1979 hasta hoy. Algunos, inducidos por mí en mi condición de reportero; otros, determinados por el azar. Cuando no voy deliberadamente a los sitios donde él canta, de todos modos termino hallándolo por casualidad. Una mañana abordó el mismo avión en el que yo volé hacia Medellín. Un mediodía almorzó en el mismo restaurante de Valledupar donde yo almorcé. En cada nueva oportunidad parece más alcanzable, en cada nueva oportunidad se aleja un poco más. Han pasado treinta y un años desde cuando lo vi por primera vez y tres años desde cuando comencé a investigar sobre él, y si algo sé muy bien a estas alturas es que ya dijo todo lo que tenía que decirme:
—¡Cuidado te quemas!
Me parece razonable que se niegue a entrevistarse conmigo. Si yo estuviera en sus zapatos haría lo mismo. Consideraría innecesario exponer mi vida ante sus ojos, pues su escrito no me serviría en absoluto para vender ni un solo disco de más. Al fin y al cabo, mi fama no ha dependido de lo que él publicara o dejara de publicar. Puedo apañármelas perfectamente sin sus gacetillas. Si el tipo fuera uno de esos redactores de farándula que permanecen en sus cubículos a la espera de los comunicados de mi casa disquera, lo atendería al instante, porque sé que no me quitaría demasiado tiempo ni me plantearía cuestiones incómodas. Lo despacharía en un santiamén contándole simplemente cuáles son las canciones que contiene mi álbum reciente. En ese caso sí que me resultaría útil porque me ayudaría a promover mi nuevo disco, que es lo único que de veras importa. Pero a este Fulano que me viene asediando desde hace rato dizque para volverme tema de una crónica larga, se le nota al rompe su intención de meterse en ciertas honduras que a mí no me interesan. Al concederle un par de horas en mi agenda, el Fulano podría conducirme con sus interrogantes a terrenos espinosos. Podría preguntarme, por ejemplo, por qué si Doris Adriana Niño murió estando conmigo en el apartamento privado que me suministró la Sony Music en Bogotá, apareció arrojada como mera basura en un solar de las afueras de Tunja, a ciento cincuenta kilómetros de distancia. O a quién se le ocurrió el plan maquiavélico de hacer que las prostitutas de un burdel de esa ciudad reclamaran el cadáver para sepultarlo como si fuera una víctima menesterosa de su gremio. O si tengo alguna idea de por qué a los pocos días de la desaparición de Doris Adriana, cuando todavía no se conocía la noticia del homicidio, su cédula de ciudadanía fue cancelada en la Registraduría Nacional. ¿Qué tal que me preguntara por qué huí cuando fui requerido por la justicia, y quiénes custodiaron mis escondites durante el tiempo en que fui prófugo?
Uno les da la mano a estos periodistas, y ellos agarran el brazo; uno los hace entrar hasta la sala, y ellos dirigen su mirada chismosa hacia la alcoba. De pronto este Fulano sea de los entrometidos. Y aun si no lo fuera desconfiaría de él, porque en vez de limitarse a informar quién compuso la canción principal de mi reciente disco ha entrevistado a muchísima gente cercana a mí. Quizá a estas alturas varias de sus fuentes le hayan hablado de ciertos temas que yo detesto ventilar. Por ejemplo, las francachelas que armé dentro de la Cárcel Municipal de Valledupar cuando pagué mi condena. A lo mejor el Fulano conversó con aquella antigua amante mía que un martes por la tarde me llegó de sorpresa. El personal de turno le permitió entrar porque ella prometió marcharse en seguida, pero resulta que ambos nos dormimos. Cuando nos despertamos habían pasado casi tres horas. Entonces mi amante decidió seguir conmigo en la celda para ahorrarse la vergüenza ante los guardianes. Es que, imagínese usted, ni aquel era un día de visitas conyugales ni ella aparecía registrada como mi compañera permanente. Sería un fastidio que ahora el Fulano trajera a cuento esta historia. O que la tomara como pretexto para preguntarme si es verdad que algunas noches dormí en mi casa y no en la cárcel.
Si yo estuviera en los zapatos de Diomedes, insisto; si tuviera, como él, esos vaivenes tremendos entre lo sublime y lo grotesco; si mi vida hubiera sido un viaje permanente a través de una montaña rusa que diera bandazos de infarto entre el cielo y el abismo, también me prevendría ante los periodistas. Consideraría que a estas alturas ellos ya no pueden obsequiarme ningún halago interesante, ninguna bendición nueva que me favorezca durante la travesía por el pantano. En cambio sí podrían machacar en lo negativo, incluso actuando de buena fe. De modo que si yo fuera Diomedes procuraría mantener alejado al Fulano cronista para negarle cualquier posibilidad de preguntarme si soy o no soy adicto a la cocaína. Que se imagine lo que le dé la gana y que escriba lo que quiera. Total, ya estoy acostumbrado. Pero por nada del mundo sería yo quien se referiría a esos temas. No hablaría de las groserías que a veces cometo contra el público, ni diría una sola palabra sobre las reiteradas ocasiones en que los coristas son quienes terminan cantando debido a que yo estoy afónico, ni mencionaría los momentos de amnesia en los cuales se me olvidan mis propias canciones, ni contaría por qué fui sometido a una cirugía en el tabique nasal, ni le concedería importancia a ese apodo que me puso la gente cuando empecé a faltar a los conciertos: 'No-vienes Díaz'.
Si yo estuviera en los zapatos de Diomedes, digo, también me serían indiferentes los periodistas. Pensaría que no les debo nada, los atendería únicamente cuando hubiera necesidad de promocionar mi trabajo. Cuando les concediera esa gracia lo haría solo por cumplir un requerimiento contractual de la casa disquera, pues si de mí dependiera a ellos jamás les correspondería divulgar mi obra. ¿Más divulgación de la que he hecho yo mismo durante treinta y cuatro años al cantar un día en la altiplanicie, otro día en la sabana, al día siguiente en el desierto y después en el litoral? Las multitudes que acuden a mis presentaciones van detrás de mí espontáneamente, no porque ningún periodista las arree a punta de micrófonos o de reseñas. Muchas de las personas que me idolatran me conocieron desde el principio de mi carrera, cuando mi rostro no aparecía en los periódicos ni en los canales de televisión. Yo no tuve un mánager asentado en Miami que reinara en los círculos donde se confeccionan, sobre medidas, las listas de los discos más vendidos, un mánager omnipotente que me apadrinara para ayudarme a ganar los premios amañados de la industria del espectáculo, un mánager que con un simple movimiento de su dedo meñique hiciera arrodillar ante mí a los gacetilleros de la farándula. No, señor. Los mánagers de los conjuntos vallenatos, con honrosas excepciones, son unos simples vendedores de bailes: cargan tres, cuatro, cinco teléfonos celulares para recibir las llamadas que, desde todo el país y a veces desde el exterior, hacen los empresarios solicitantes de nuestros servicios. Y pare de contar. Si yo no permaneciera tan ocupado gracias a mi oficio de cantante, sería mánager de un grupo vallenato, créanme, porque es lo más fácil del mundo: contesto "aló" y una voz al otro lado de la línea reclama al artista en Pasto. Entonces, miro la agenda y anoto. Contesto "aló" y una voz al otro lado de la línea me pregunta si el artista podría ir a Cereté. Entonces, miro la agenda y vuelvo a anotar.
Jamás se dio el caso de que en un almacén de cadena hubiera una muchacha de minifalda ofreciendo boletas para participar en la rifa de una camioneta, a cambio de la compra de mi nuevo álbum. Antes de definir mi lista de canciones, antes de yo abrir la boca para grabar la primera estrofa de un paseo de Marciano Martínez o de un merengue de Calixto Ochoa, había un gentío enorme encargando miles de copias. De suerte que cuando el disco finalmente aparecía ya estaban prevendidas unas trescientas mil unidades. Y ese era solo el banderazo, el arranque. Cuando las canciones empezaban a sonar, la cifra se triplicaba en cuestión de semanas. Ahora cualquier pelagatos vende diez mil copias y ya se cree el caballo que más relincha. En esta época de piratería, de música clonada a través de internet y multiplicada hasta el infinito con aparatos digitales, el éxito se logra con treinta mil unidades. Yo vendía setecientas cincuenta mil, un millón. Como decía el maestro Alejo Durán, alma bendita, lo mío no parecía oferta de música sino venta de leche. El día que mi producción salía al mercado, la sede de la Sony Music en Bogotá se atiborraba de lustrabotas, ropavejeros, loteros, mercachifles de semáforos, personas humildes ajenas a la industria pero decididas a revender mi disco a ojos cerrados, porque sabían que era un negocio rentable. Y ni hablar de lo que sucedía en Valledupar, la ciudad donde vivo: el alcalde declaraba día cívico, las emisoras me dedicaban cada segundo de su programación, los fanáticos me montaban en el carro del Cuerpo de Bomberos, el pueblo entero se postraba a mi paso.
La primera propaganda de televisión sobre mí salió al aire en junio de 1982, seis años después de haber comenzado a grabar, cuando ya mi carrera musical se encontraba consolidada. Fue una estrategia de la casa disquera para aprovechar la altísima sintonía del Campeonato Mundial de Fútbol. La propaganda era sencilla, sin artificios, simplemente aparecíamos 'Colacho' Mendoza y yo interpretando el estribillo del paseo Todo es para ti. Pero mi reconocimiento empezó muchísimo antes de aquella publicidad. A esas alturas, insisto, ya llevaba seis años de correrías entre la Ceca y La Meca. Tiempos de coraje, de sacrificios. Al principio hacíamos viajes terrestres de seis, siete horas. Los músicos íbamos apretujados en un autobús que andaba dando tumbos por carreteras abruptas. Aguantando calor, tragando polvo, peleando contra los bichos que se colaban a través de las ventanillas, sobreviviendo como podíamos a las sacudidas feroces que se producían en los tramos de escalerillas. A veces nos cubríamos las cabezas con pañoletas para evitar que el aluvión de arena se nos enterrara en el cabello. Por eso creo que a los cantantes se nos notan las horas de recorrido como a los pilotos. Cualquier melómano perspicaz descubre al oír una canción cuántos kilómetros de camino tiene su intérprete entre pecho y espalda, es decir, qué tanto ha cantado. Mientras más viajas, más cantas; mientras más cantas, más avanza el autobús, y cuando vienes a ver has dejado atrás la trocha escarpada y transitas por un sendero despejado donde el sol brilla solo para ti.
Al tomar conciencia de mi condición de ídolo natural, al contemplar a las multitudes que me siguen, al recordar que en este preciso momento están sonando canciones mías en los cuatro puntos cardinales del país, al intuir que justo ahora un muchacho entona bajo la ducha alguno de mis versos, al medir el trecho que ha recorrido mi autobús desde el momento en que comencé el viaje, me reafirmo en mi decisión de negármele al Fulano cronista. ¿Para qué más difusión de la que ya tengo? Mi problema no es cómo atraer a los periodistas sino cómo quitármelos de encima.
Si yo fuera Diomedes, en resumidas cuentas, mantendría a raya a los fisgones. Mostraría mis canciones, escondería mi vida. Pero el caso es que no soy Diomedes y se me nota demasiado en este monólogo. Si hablara de veras como él y no como un cronista que intenta interpretar sus juicios, mi exposición se reduciría a un par de líneas lacónicas, crudas, como les consta a quienes lo han oído referirse al tema en las casetas.
—Este es el verdadero Diomedes, no el que muestran los maricones de 'las grandes prensas'. El verdadero es este que están viendo aquí, y lo que soy no me lo quita nadie… ¡porque no me da la gaaaaana!?
***
Me resigné sin dolor al silencio de Diomedes. A pesar de que varios de sus allegados —su hijo Rafael Santos, su mánager José Zequeda, su amigo Félix Carrillo— prometieron varias veces conseguirme una cita con él, supe desde el comienzo que un encuentro personal entre él y yo iba a ser imposible. Lo ideal hubiese sido contar con su testimonio de primera mano, ni más faltaba. Pero él decidió enmudecerse. En ese sentido me queda el lánguido consuelo de haber agotado todas las instancias a mi alcance. Ahora bien: admito que, hasta cierto punto, su mutismo me procuró un poco de alivio: me quitó de encima la molestia de encararlo con las preguntas espinosas que contemplé hace un momento, cuando me tomé la licencia de internarme en su psiquis. De haber abordado tales temas en la entrevista que debió suceder y no sucedió, Diomedes seguramente me habría mandado a freír espárragos. Y así, de todos modos, retornaríamos ahora al mismo punto: la necesidad de contar la historia sin la declaración oficial de su protagonista. Porque así como él nunca contempló la opción de abrir la puerta para que yo entrara, yo nunca he contemplado la opción de ignorar los asuntos sobre los cuales él le debe una explicación al país. Me hubiera gustado contar con su voz pero no lamento su silencio. Parte de mi trabajo consiste en descifrar lo que mis personajes quieren decir cuando se callan.
Algunas noches, viendo actuar a Dio-medes, he pensado en las inclemencias de su oficio. Él se sacrifica, noche tras noche, forjando la fiesta que otros disfrutan. Arde solo dentro del fuego con el que los demás se iluminan. Mientras los asistentes se enamoran o se alborozan con sus canciones, él está sudando la gota gorda en la tarima. En cada jornada le toca padecer —me consta— al latoso que le estruja el brazo, al borracho que le salpica la cara de saliva, al vehemente que le arranca los botones de la camisa. El único recurso que le queda para soportar a esa horda de seres enloquecidos es enloquecerse como ellos. Si siguiera tomando solo consomé de pollo como hace treinta años, a estas alturas ya no estaría cantando vallenatos sino villancicos en la tuna de algún colegio religioso. Para conectarse con la cáfila de ebrios hay que estar ebrio también. Por eso Patricia Acosta me dijo, con los ojos llorosos, que el Diomedes que adquirió los vicios fue el cantante, no el ciudadano común y corriente. Cuando los vocablos "parrandear" y "trabajar" se vuelven sinónimos, llega un momento en que no se sabe dónde termina la rumba y comienza el resto de la vida. Piensas, como Diomedes, que la felicidad cabe completa en este grito eufórico: "¡Ahora estoy mejor: las vacas pariendo y yo bebiendo". Pero te mueres un poco cada noche.
En eso pensé una vez que, en vísperas de un concierto en Valledupar, vi a dos colaboradores de Diomedes ayudándole a soldar con pegante sus dientes delanteros. Allí, en la boca donde habían estado durante los años de esplendor unos dientes de porcelana bruñida con un diamante engastado, ahora solo quedaba el vacío, la devastación. Un poco después se subió a la tarima como si nada hubiera pasado. Sonó el acordeón de Álvaro López, empezó la nueva función.
LA ETERNA PARRANDA DE DIOMEDES II
Yolanda Rincón Yolanda fue a una caseta a ver a Rafael Orozco, del Binomio de Oro, y terminó ennoviada con Diomedes. Tuvieron un hijo, Miguel Ángel
Patricia Acosta contaba trece años cuando conoció a aquel muchacho descalzo que cargaba en la cabeza una palangana repleta de guineos maduros. Lo primero que pensó fue que se trataba con toda seguridad del muchacho más feo del mundo: esquelético, mal trajeado, percudido. Tenía un ojo chueco que a veces parecía abierto y a veces cerrado, y una greña horrible adherida a la frente sudorosa. Resultaba imposible, además, estar frente a él sin examinar su nariz ancha de orificios demasiado abiertos. Cuando el chico notó que ella lo estaba mirando, sonrió. Entonces fue el acabose: además de todas las calamidades anteriores, le faltaba un diente.
Patricia siguió mirándolo hasta cuando dobló por la esquina. Tan pronto como lo perdió de vista corrió a averiguar quién era.
—Ese es Diomedes Díaz —le dijo su mejor amiga.
—Yo nunca lo había visto en La Junta.
—Lo que pasa es que él es de Carrizal. Esa misma tarde Patricia siguió indagando por la vida del pequeño vendedor callejero. Así supo que era hijo de Elvira Maestre, una artesana que elaboraba mochilas de fique. Su padre, Rafael Díaz, era uno de los ordeñadores de la hacienda El Higuerón. A Patricia le llamó la atención el hecho de que todas las personas que le entregaban información se refirieran, invariablemente, a la pobreza de la familia.
—Son tan pobres —le dijo una tía suya— que a veces demoran hasta dos días seguidos sin cocinar y el fogón frío se les inunda de lagartijas.
Los informantes de Patricia coincidían en que el tal Diomedes trabajaba como adulto: madrugaba para auxiliar a su padre en los deberes del monte, ayudaba a su madre a tejer las mochilas, le colaboraba a un tío que sacrificaba chivos, y además vendía guineos y arepitas de queso. Lo que nadie contaba era por qué el muchacho tenía el ojo contrahecho, justamente el misterio que más la intranquilizaba. Para despejar la incógnita decidió consultar a su primo Luis Alfredo Sierra, afamado en La Junta por su condición de chismoso. Luis Alfredo le dio un reporte completísimo. Dos años atrás, cuando Diomedes vivía en Villanueva, se fue una tarde con su hermano Rafael y con un amigo a coger mangos en una huerta del pueblo. El único de los tres niños que se animó a subir a la copa del árbol fue Diomedes. Rafael consiguió una caña larga con horqueta para jalar los racimos. El amigo dijo que prefería tumbar los mangos con su honda. De pronto, Diomedes empezó a gritar que acababa de descubrir el gajo más bonito de todos. Ahí mismo dio un salto con el fin de alcanzarlo. Fue entonces cuando una de las piedras lanzadas desde abajo por su amigo se estrelló contra su ojo derecho. Diomedes cayó de bruces con el rostro bañado en sangre. Y si sobrevivió para echar el cuento fue gracias a que el piso se encontraba tapizado de hojas secas.
En los siguientes encuentros casuales Patricia tuvo la impresión de que el muchacho se iba volviendo cada vez más feo. Pero mientras más espantoso lo veía, más curiosidad sentía por él. Buscaba información en un lado, buscaba información en el otro. Una tarde su mejor amiga la encaró: ¿no sería que "el pelaíto horrible" la tenía flechada? Si acaso fuera así, más le valdría que se olvidara inmediatamente del asunto: ese muchachito, además de parecerse a un oso hormiguero, vivía apretujado con un montón de hermanos en una casucha de las afueras de La Junta. Ella, en cambio, era una niña del centro, una niña del barrio La Ribería, una niña de familia acomodada. La tía que le había contado la historia del fogón invadido de lagartijas también intentó desilusionarla: el papá del muchacho —le dijo— era hijo de un forastero de apellido Cataño que se negó a reconocerlo. Así que, para colmo de desdichas, el tal Diomedes descendía de un hombre bastardo. Su apellido no debería ser Díaz sino Cataño.
Por aquella época las familias pudientes de La Junta enviaban a sus hijos adolescentes a cursar el bachillerato como internos en colegios de las grandes capitales del país. A Patricia la mandaron para Bucaramanga. Durante los primeros días pensó en el muchacho. Hasta deseó tener dinero de sobra para costearle el montaje del diente que le faltaba. O para comprarle, siquiera, un buen par de zapatos. Después se zambulló en su rutina de estudios y se olvidó de él. Volvió a La Junta en las vacaciones de diciembre. Tan pronto como descargó las maletas salió apresurada en busca de sus amigos. El parque principal se encontraba atestado de estudiantes que vivían por fuera, como ella, y estaban de regreso en el pueblo pasando las navidades. En una de las esquinas había un conjunto vallenato. Patricia se abrió paso entre la turba porque necesitaba curiosear. Lo que vio la dejó perpleja: el cantante del conjunto era el muchacho feo. Jamás se hubiera imaginado algo así, por Dios. ¿A qué horas el chico apocado que ella conocía, el de los pies desnudos y la palangana de guineos en la cabeza, se había transformado en este cantante que transpiraba autosuficiencia y tenía a la multitud deslumbrada? Cantaba a viva voz, sin micrófono, utilizando unos gestos ampulosos ajenos al folclor vallenato. Los juglares de aquellas tierras eran campesinos de manos callosas que entonaban sus canciones mientras ejecutaban el acordeón, y nunca acudían a mímicas estrafalarias en sus presentaciones públicas. Podían emborracharse como una cuba pero siempre se mantenían bien puestos en sus sitios: austeros, estrictos, como si la música fuera uno más de sus quehaceres en el monte. El tal Diomedes, en cambio, se excedía en ademanes teatrales: entrecerraba los ojos, ladeaba la cabeza, caminaba de un extremo al otro. Además, se ponía las manos en el pecho con las palmas para arriba y los dedos apuntando hacia el público. Todos esos movimientos estrambóticos le conferían un aire de superioridad que no se compadecía con la imagen de fracasado que Patricia tenía de él. El chico había mejorado, sin duda. Todavía le faltaba el diente, claro, pero ya por lo menos no andaba descalzo: llevaba unas chanclas hechas con neumáticos viejos.
Cuando el tal Diomedes descubrió a Patricia entre el público la convirtió en el motivo único de su canto. Le dijo en versos que ella era la flor más linda de La Guajira, que su cabello era tan hermoso como la mata de calaguala y que quería regalarle una serenata. Mientras cantaba, caminaba frente a ella como el pavo real que arrastra el ala alrededor de su hembra. De manera inesperada, Patricia pasó a ser el epicentro de la reunión. Se sintió incómoda, abochornada. Como le resultaba imposible soportar tantos ojos fisgones, decidió marcharse. En el camino tuvo sentimientos encontrados: odió al muchacho feo porque la hizo avergonzar ante el gentío, odió a la multitud porque la intimidó con su mirada indiscreta, se odió a sí misma porque fue incapaz de controlar sus prejuicios. Pero también advirtió que se encontraba contenta. El muchacho que tanto interés le había despertado podría ser el más pobre del planeta, pero no era ningún mequetrefe, definitivamente. Al contrario, era una criatura tocada por un don especial. Cantaba bastante bien, se desenvolvía con gracia, llamaba la atención. Y además acababa de clavarle una flecha mortal en todo el centro de su vanidad de mujer al señalarla en público como su musa. Antes de dormirse aquella noche pensó en un detalle que se le antojó paradójico: el muchacho que le acarició el alma con sus piropos cantados nunca le había dirigido la palabra. No le había dicho siquiera un "buenos días".
Al otro día Patricia se sentó en una mecedora a tomar la fresca de la tarde. Casi en seguida apareció el muchacho. La misma palangana de siempre en la cabeza, la misma camisa ancha que le bailaba en el cuerpo. Lo único nuevo era una grabadora grande que llevaba en el hombro. Justo cuando le pasó por el frente se escuchó una canción que ella desconocía, hecha por un enamorado que le ofrecía una serenata a su amada. Al día siguiente se repitió la escena: Patricia se sentó en la terraza y el muchacho desfiló frente a ella con la grabadora en el hombro. Sonó la canción del galán que prometía la serenata. El muchacho pasó una tarde, dos tardes, tres tardes más, siguió pasando las tardes siguientes, y así la cita vespertina se volvió un pacto sagrado. De tanto oír la canción, Patricia se aprendió de memoria los dos primeros párrafos. Se trataba del paseo Amor de quinceañera, interpretado por Jorge Oñate:
Hago este paseo para una niña muy querida
Y que de veras esa mujer se lo merece
Y le pido que siempre tenga presente
Que adonde vaya por mí será perseguida.
Y le pongo serenata
Cada vez que se me antoje
En la ventana e' su casa
Pa que se sienta conforme.
Un mediodía Patricia fue abordada en la calle por un niño que se parecía muchísimo al muchacho feo. Caramba, caramba, ¿sería que empezaba a desvariar y a ver por todas partes al chico que le quitaba el sueño? La duda le duró pocos segundos, pues el niño habló de una vez. Dijo que su nombre era Juan Manuel Díaz pero que todo el mundo le llamaba 'el Cancu'. Estaba allí porque Diomedes, su hermano mayor, le había mandado a ella un papelito. A continuación le entregó el recado y le pidió que lo leyera en seguida, ya que su hermano necesitaba una respuesta inmediata. Lo que el remitente proponía —sin rodeos, sin arandelas— era una cita a las cinco de la tarde en las afueras del pueblo. Patricia contestó que sí en el acto, no porque estuviera decidida sino porque le apenaba hacer esperar al mensajero. El caso es que cuando comenzó a acicalarse para asistir al encuentro se sintió vencida por el miedo.
El paso que iba a dar era supremamente temerario. Su padre, Pedro Ángel Acosta, más conocido en la comarca con el sobrenombre de 'el Negro', era un machote robusto capaz de intimidar al más valiente con una simple mirada. Guajiro de pura cepa, de los de antes: machista, dominante, libertino con las hijas ajenas y puritano con las propias. Había educado a sus nueve hijos bajo los mismos principios severos con los cuales lo formaron a él. A los tres varones les enseñó a trabajar desde pequeños y a las seis mujeres les advirtió que por ninguna razón consentiría que anduvieran sueltas de madrina viviendo sus amoríos a escondidas en el primer recoveco que se les antojara. Les decía, mirándolas a todas a los ojos, que esas no son cosas de una mujer seria. Lo característico de la mujer seria es recibir en su casa al pretendiente. Mantenerse siempre bien puesta en su lugar para darle a entender al enamorado que no es ninguna aventurera de montes ni de callejones. De modo que cuando una hija suya se enamorara no tendría más alternativa que traer el novio a la casa. Pero eso sí: el tipo que pusiera un pie en la terraza tendría que fijar la fecha del matrimonio antes de terminar la primera visita.
Patricia tenía, pues, razones de sobra para estar asustada y a punto de cancelar la cita. A esas alturas juzgó pertinente oír la voz de una mujer de experiencia. La única que le inspiraba confianza era la empleada doméstica de su familia, una matrona que fumaba cigarrillos sin filtro con el cabo encendido dentro de la boca. Solo ella, de entre todas las mujeres mayores que consideró, sería capaz de guardarle el secreto. Además, se trataba de una señora que a sus sesenta años ya estaba por encima del bien y del mal. Seguramente sabría aconsejarla sobre la forma en que deben manejarse las calenturas del amor. La empleada la escuchó con atención, el rostro oculto en la humareda de su cigarro. Al final soltó el dictamen:
—Ay, mijita, cuando la vaca quiere verse con el toro, se ve con el toro. Y si no le dan permiso para salir por la puerta, rompe la cerca y se sale por el roto.
Era la clave que buscaba: si ella traía a Diomedes a la casa para presentarlo como su novio, desde luego que se lo rechazarían. De modo que le tocaba violar el código de honor de su padre para encontrarse con el muchacho en otro lado. Estaba claro que le negarían el permiso para salir por la puerta a verse con él. En consecuencia, su única opción era romper la cerca y escaparse por el roto. Así lo hizo esa tarde y las tardes siguientes. A los pocos días el noviazgo se volvió un tema de dominio público. Cuando 'el Negro' Acosta se enteró, montó en cólera: la insultó, la encerró en su cuarto y le prohibió salir. A partir de ese momento Patricia empezó a comunicarse con Diomedes a través de papelitos. Los mensajeros eran 'el Cancu', de parte de él, y la empleada doméstica, de parte de ella. Un día los novios cayeron en la cuenta de que en la habitación de Patricia había una ventana marrón que daba a la calle. Fue como si, de repente, los dos condenados hubieran descubierto que tenían en los bolsillos las llaves de la cárcel. Entonces Diomedes llegaba todas las madrugadas al pie de la ventana y ella se asomaba para atender sus visitas. Así conversaban, así se arrullaban y así se permitían hasta el lujo de besarse. Los amigos comunes de ambos murmuraban que a Diomedes se lo veía todas las mañanas con los barrotes de la ventana pintados en la frente.
Pasaba el tiempo. Patricia viajaba cada comienzo de año a Bucaramanga. Diomedes trabajaba en Valledupar como mensajero de Radio Guatapurí. Durante aquellos periodos de distanciamiento los dos enamorados se comunicaban a través de cartas. Cuando regresaban a La Junta en las vacaciones decembrinas, se encontraban a medianoche en la ventana de Patricia.
A lo largo de esos años de lejanía forzosa Diomedes mantuvo otros amoríos. Muchísimos. En 1976, cuando apenas contaba diecinueve años, ya era padre de dos hijas: Rosa Elvira y Malena Rocío. La primera fue producto de su relación con Bertha Mejía y la segunda, de su romance con Martina Sarmiento. Por aquellos días debutó en el mercado del disco. Meses atrás, en ese mismo año de 1976, Diomedes había participado en el concurso de canción inédita del Festival Vallenato, en el cual ocupó el tercer puesto con su paseo El hijo agradecido. En la sede del evento —la Plaza Alfonso López de Valledupar— conoció al rey vallenato de ese año en la categoría de acordeonero profesional, Náfer Durán. Varios personajes del folclor, entre ellos el compositor Félix Carrillo Hinojosa, estimaron que la unión de Diomedes con Náfer era "un suceso natural". El primero era un cantante anónimo en busca de oportunidades y el segundo un juglar notable, ya veterano, que durante los últimos años había dejado al margen la música para dedicarse por entero a la agricultura. A ambos les servía muchísimo juntarse y grabar: a Diomedes para darse a conocer y a Náfer para retornar después de una prolongada ausencia. El hecho de que los dos se hubieran destacado en aquel festival era un buen argumento comercial para producirles el disco. Así se lo expresó Carrillo a Rafael Mejía, delegado de la casa Codiscos. Antes de responder a la propuesta Mejía solicitó un casete que contuviera la voz de Diomedes Díaz. En cuanto lo oyó soltó el veredicto más descarnado:
—Canta mejor un pollo al horno.
Se necesitó el padrinazgo de muchas personas respetadas del vallenato, como el compositor Alonso Fernández Oñate, para que Mejía le brindara la oportunidad a Diomedes. El disco, en todo caso, fue un fracaso en ventas. Una de las canciones de ese primer álbum había sido compuesta por el propio Diomedes Díaz: El chanchullito. El título era una referencia velada a las artimañas que debían utilizar Patricia y él para vivir su idilio a pesar de la vigilancia exasperante de la familia de ella. En aquel momento la historia de los encuentros clandestinos en la ventana se conocía en todo el pueblo. Se decía que 'el Negro' Acosta andaba a la expectativa para caerles por sorpresa a los dos tortolitos. La tercera estrofa de la canción se hacía eco de tales rumores:
Déjate de pendejá
debes de poné cuidao
que nos tienen vigilaos
aunque sea por no dejá
nos van a cogé pillaos
y a ti te pueden fregá.
En la cuarta estrofa Diomedes mataba dos pájaros de un solo tiro. Por un lado insistía en el recelo de la familia Acosta. Y por el otro intentaba tranquilizar a Patricia, quien dudaba de él debido a sus continuas infidelidades:
En tu casa están pendientes
le temen hasta a tu espejo
como los dos nos queremos
nos unimos prontamente
y si no nos mata una peste
nos vamo'a morí de viejos.
Una noche Diomedes estimó que había llegado el momento de dar la cara como hombre ante la familia de Patricia. Que se enojara el que se enojara, que se desmayara quien quisiera desmayarse. Él necesitaba dejar claro que así escondieran a Patricia en el último rincón del mundo iba a luchar por ser su dueño. Se había pasado todo el día de juerga. Estaba envalentonado, acaso, por los efectos del licor. O acaso porque tenía conciencia de que empezaba a ser un cantante apreciado en la región y consideraba que esa circunstancia le permitía levantar el pecho ante cualquiera, ya que, al fin y al cabo, él no era menos que nadie. Así que en la madrugada llegó a la misma ventana de siempre, acompañado por sus compinches de parranda. La tropa cargaba una grabadora en la cual se hallaba cuadrada la canción que a Patricia más le gustaba: Rosa jardinera, interpretada por Jorge Oñate.
Hay grandes penas que hacen llorar a los hombres
a mí en la vida me ha tocado de pasarlas
fue cuando entonces se enlutaron mis canciones
hasta llegá a pensar que ya mi fuente se secaba
pero volvió el compositor que no cantaba
regando con sus canciones florecitas
hoy ya de nuevo se escucha en la madrugada
ese bullicio de un parrandero que grita.
Antes de que terminara la canción se encendieron las luces de la casa. Entonces salió Hernán, hermano de Patricia. Portaba un revólver y venía echando pestes a diestra y siniestra. Primero dirigió una mirada retadora a los responsables de la serenata, después hizo un disparo al aire. El enamorado y sus secuaces huyeron en estampida. Los vecinos se asomaron despavoridos por sus ventanas. Hubo estruendo, regaños, llanto. Al final volvió a reinar el silencio de la madrugada, interrumpido de vez en cuando por el ladrido de los perros y el lamento de las cigarras.
A la mañana siguiente 'el Negro' Acosta le cantó a Patricia la tabla de las nuevas prohibiciones: en adelante no podría abrir la ventana de su cuarto a ninguna hora, ni recibir la visita de sus amigas y ni siquiera ir a misa. Al tal Diomedes solo quería enviarle una advertencia: ojalá se atreviera a venir otra vez a su casa para enseñarle cuál es la fruta que purga al mono. En aquel momento los dos enamorados, como fieras en celo, decidieron jugarse sus restos: Diomedes consiguió un par de radioteléfonos de corto alcance, de esos conocidos con el nombre de walkie-talkies, unos aparatos que en aquella época eran muy codiciados por los niños como juguetes navideños. Se quedó con uno y le mandó el otro a Patricia. Así que todas las noches —ella atrincherada en su habitación y él parapetado en una esquina oscura cercana a la casa— la pareja se daba gusto conversando a sus anchas.
Diomedes volvió a grabar en 1977, acompañado por el acordeonero Elberto López, más conocido con el apodo de 'el Debe'. Ese segundo disco contenía un paseo compuesto por el cantante: Tres canciones.
Hágame el favor, compadre Debe
y en esa ventana marroncita
toque tres canciones bien bonitas
que a mí no me importa si se ofenden.
En ese momento la carrera musical de Diomedes se disparó. Patricia, como musa de la canción que jalonó las ventas del disco, era protagonista del feliz suceso. Resultaba apenas justo compartir con ella la bonanza que, al parecer, se avecinaba. Diomedes "se robó a la muchacha" —así se decía en La Junta por aquella época— y se puso a vivir con ella en unión libre. Se casaron en 1978, cuando él contaba veintiún años y ella veintidós. El día del matrimonio los dos enamorados se enteraron de un hecho que les causó mucha gracia: el éxito de Tres canciones había convertido la casa de la familia Acosta en un lugar de peregrinación. Los visitantes —turistas, periodistas, simples melómanos— se arrimaban a conocer "la ventana marroncita". Entonces Hernán, el hermano de Patricia, agarró otra rabieta y pintó de verde la ventana. Pero su gesto no impidió que la canción siguiera sonando, ni detuvo la romería de mirones, ni les amargó la luna de miel a los recién casados.
Un año después nació Rafael Santos, el mayor de los cuatro hijos de la pareja. La llegada del nieto enterneció al 'Negro' Acosta. Aparte de declarar que estaba dispuesto a perdonarlos, fue en persona a buscarlos. De ese modo Patricia y Diomedes pudieron volver a la casa prohibida. Y durante tres días con sus noches recibieron las atenciones de toda la familia.
***
—¿Quieres que te diga una cosa? —me pregunta Patricia Acosta después de darle una nueva chupada a su segundo cigarro de la noche.
Estamos en su casa, ubicada en el barrio La Florida, de Valledupar. Es 24 de enero de 2007. Patricia expulsa el humo, calla unos segundos.
—Si hay una persona en el mundo que ha influido para bien en la vida de Diomedes Díaz, esa soy yo —agrega, jactanciosa, mientras se señala el pecho con la punta del dedo índice.
A continuación exhibe el inventario de sus contribuciones. Es que ella no solo le inspiró las canciones que lo lanzaron al estrellato, ¿oíste? También lo llenó de confianza al hacerle sentir que percibía en él algo especial, precisamente en el momento en que las demás personas lo veían apenas como un vendedor callejero que no tenía ni dónde caerse muerto. Ella fue su punto de apoyo en los malos tiempos. Le dio ánimo durante la época difícil de su primera grabación, cuando él viajaba de pueblo en pueblo con su compadre Joaquín Guillén, llevando en un carro prestado las cajas de discos que nadie le compraba. Lo respaldó al principio, cuando aún era desconocido y se decepcionaba porque algunos colegas ya consagrados lo despreciaban, tal y como ocurrió, por ejemplo, el día que quiso mostrarle una de sus canciones al cantante Armando Moscote y este se negó a recibirlo. Entonces ella lo alentó con una fórmula muy sencilla: le sobó la cabeza con la mano y le dijo: "Tranquilo, mi amor, que yo he visto arrastrarse por el suelo cocos más altos que ese, y tú vas a treparte en la cima sin necesidad de él". Después repitió el truco cuando lo encontró triste debido a que Jorge Oñate, un intérprete estupendo pero envidioso y deslenguado, andaba hablando mal de él. "Caramba, qué ironía más grande", le dijo, mientras le pasaba la mano redentora por el cabello, "él odiándote y tú enamorándome con sus discos. Si se ocupa tanto de ti debe ser porque está apurado con el peso tuyo encima".
Ella lo consoló, además, cuando ocurrió el accidente de tránsito que le segó la vida a su tío Martín Maestre, un compositor formidable que le enseñó las primeras nociones de rima y métrica. Como Diomedes iba manejando la camioneta en el momento del percance, se sentía culpable, no quería ni comer ni cantar. La moral se le quebró contra el piso y ella tuvo que recoger cada trocito para restaurársela. "Mira que para allá vamos todos, tu tío apenas se nos adelantó", y le acariciaba el pelo, "mira que tú has podido matarte también", y le acariciaba el pelo, "mira que tu tío se sentía orgulloso de ti porque llegaste adonde él quería que llegaras", y le acariciaba el pelo otra vez.
—¡Cómo le gustaba que lo pechicharan, Virgen del Carmen bendita! Parecía un niño chiquito.
Patricia respira profundo, aplasta la colilla de su cigarro contra el cenicero. Hace un rato, después de contarme la historia de las citas furtivas en la ventana marroncita, me entregó un viejo álbum de fotografías. Por eso puedo apreciarla ahora tal y como era en los tiempos en que Diomedes la cortejaba: piel de aceituna, caderas generosas, cabello frondoso. Busco las semejanzas entre la jovencita radiante de las fotos y la morena otoñal que está sentada a mi lado ayudándome a pasar las páginas del álbum. La más evidente de todas es la expresividad de los ojos. Son ojos que de pronto se ríen solos, con gracia, a menudo con burla, y al instante siguiente se tornan severos, como dispuestos a fulminar lo que se encuentre a su alcance. En este momento lucen tan risueños como en la fotografía que acabo de mirar, tomada en el patio del colegio cuarenta años atrás. Se iluminan aún más cuando, a continuación, le pregunto si la muchacha bonita que nos ha acompañado durante toda la tarde es pariente suya.
—Es sobrina mía. ¿No estás viendo que heredó esa belleza de la tía?
Y de inmediato suelta la carcajada.
—Esa es hija de Hernán, el que espantó a Diomedes con los disparos.
Tras una breve pausa adopta la expresión grave de hace unos minutos para hablar otra vez de la protección que le brindó a Diomedes durante el tiempo en que permanecieron unidos. Hay que analizar —advierte, enfática— quién era ella antes del matrimonio: una niña de su casa a la que nada le faltaba. Si renunció a las comodidades de su hogar para aferrarse a la pretina de un hombre pobre fue porque estaba enamorada. A ver cuántas de las mujeres que ha tenido Diomedes desde cuando se volvió famoso podrían asegurar lo mismo. Muchas de esas mujeres solo andan en busca de un beneficio material, ¿oíste? Jamás se sacrificarían por amor como lo hizo ella. Aparecen en el tiempo de la cosecha, no en el de la siembra. Además —y dicho sea sin el ánimo de ofender a nadie en particular—, ¿qué se puede esperar de esas mujeres que asisten a los conciertos vallenatos dispuestas a asediar al cantante de turno con el fin de llevárselo a la cama al final del baile? Ella, en cambio, mantiene la frente en alto porque todo el que la conoce sabe dónde la encontró Diomedes. Y definitivamente no fue en una fiesta pública, porque ella nunca ha sido una "bandida de caseta" sino una mujer criada en el seno de una familia con principios.
***
"Bandidas de caseta": las he oído mencionar muchas veces a lo largo de mis entrevistas con los personajes. El primero que las nombró fue Joaquín Guillén, en un momento en el cual quería descalificar a una mujer que dañó su relación de trabajo con Diomedes. "Esa no es más que una vulgar bandida de caseta", dijo, con el rostro endurecido por el rencor. En seguida agregó: "a esas mujeres nosotros también las llamamos caseteras".
Caseta es el nombre que se le da en la Costa Caribe de Colombia al lugar en el que se lleva a cabo el baile. Por lo general es un corralón rectangular construido al aire libre con caña brava y techo de zinc. En principio el vallenato era un folclor eminentemente rural: las historias que narraba —El cantor de Fonseca, La custodia de Badillo, La ceiba de Villanueva— estaban ambientadas en los pueblos; sus trovadores más importantes eran nativos de los pueblos: Luis Enrique Martínez, Alejandro Durán, Juancho Polo Valencia. Y la gente a la cual le gustaba era la gente de los pueblos. Se trataba de una música silvestre: coplas de labranza improvisadas por los jornaleros mientras cumplían su faena. Por tal razón, durante mucho tiempo persistió la costumbre de interpretar las canciones en forma natural, sin ningún tipo de ayuda tecnológica. Nada de amplificaciones eléctricas ni de micrófonos. Aquellos juglares primitivos, segregados por las clases pudientes de la región, solo podían expresarse a sus anchas en los espacios marginales. En el traspatio, por ejemplo. O en los montes apartados. De modo que cantando a capela lograban hacerse oír sin problemas en su reducido círculo de devotos.
Cuando empezó el auge de los conjuntos modernos, a mediados de los años setenta, decayó la figura del juglar-centauro, es decir, aquel rapsoda que era mitad cantor y mitad intérprete del acordeón. El cantante se independizó del acordeonero. Y surgieron entonces los grandes vocalistas: Jorge Oñate, Poncho Zuleta, Diomedes Díaz. Entonces el vallenato adquirió estatus: pasó de los arrabales a los sectores distinguidos, de los guetos a la gran masa. La transformación planteó dos nuevas exigencias: aumentar la cobertura del sonido y conseguir zonas amplias donde pudieran congregarse los seguidores. Pero en aquella región de costumbres feudales, rezagada aún, no había escenarios apropiados para realizar espectáculos públicos. Así que la solución práctica fueron las casetas. Fáciles de armar y de desarmar, parecían ajustadas al comportamiento depredador que caracteriza a las muchedumbres enfiestadas. Y como si fuera poco, eran baratas. Si la caseta terminaba destrozada por vándalos o pulverizada por un ventarrón, el dueño no quedaba en la ruina, pues tan solo perdía una barraca de lata y madera.
Existe la "fiebre de la fiesta" así como en el pasado existió la del oro. Su hábitat natural es la caseta, territorio de exploración que atrae su propia legión de buscadores: fritangueras, expendedores de licor, minoristas de cigarros, traficantes de discos piratas, ruleteros de feria, saltimbanquis, vagabundos empedernidos, vendedores de bisuterías, representantes de artistas, acordeoneros en ciernes, pichones de cantante, diletantes de la música, parranderos consuetudinarios, parejas de enamorados, millonarios recientes, donjuanes a la caza. Todos ellos persiguen su propio dividendo, grande o pequeño, en medio de este maremágnum. En algunos casos se trata de dinero; en otros, de diversión. En la "fiebre de la fiesta" cada quien obtiene el botín que puede. Lo saben de sobra "las caseteras", esas mujeres que deambulan de caseta en caseta dispuestas a vivir una aventura con el cantante de turno o, por lo menos, con uno de los músicos de su conjunto. Según Jesualdo Ustáriz, quien durante muchos años se desempeñó como guacharaquero de Diomedes Díaz, "las bandidas de caseta se conocen a leguas".
—Andan a toda hora sin hombres al lado. Cada una de ellas llega sola o con dos chicas más que están en el mismo plan. Uno las identifica en seguida porque no se quedan en la pista de baile, donde están las mujeres que tienen sus compañeros, sino que se recuestan a la tarima y empiezan a insinuarse.
Son ellas —agrega Ustáriz, más conocido con el remoquete de 'el Zurdo'— las que por lo general se desnudan y le lanzan las prendas íntimas al cantante en señal de provocación. Este dato es confirmado por Joaquín Guillén.
—No te imaginas la cantidad de panties y brasieres que yo recogía de la tarima cuando trabajaba con Diomedes. ¡Jesucristo, muchacho! Una noche le dije: "Compadre, con ese pocotón de brasieres y panties que a usted le tiran en las casetas podríamos montar un almacén de ropa interior más grande que Leonisa".
"Las caseteras" son la versión vallenata de las famosas "groupies", esas mujeres atrevidas que se la pasan asediando a las estrellas del rock. No son melómanas apacibles a las que simplemente les interese disfrutar su música favorita sino admiradoras exaltadas prestas a correr riesgos. La recompensa a la que aspiran no es un autógrafo, ni un disco compacto de cortesía, ni una camiseta promocional del conjunto, sino una noche de cama con el cantante.
El abogado Manuel Páez, ex mánager de Diomedes Díaz, entrega más detalles sobre el modus operandi de "las caseteras". Cuando ya todas están apostadas frente a la tarima comienza un juego de miradas, de señales. Cada gesto es una promesa, cada movimiento del cuerpo es una invitación. Las más insolentes se desvisten, en parte para reafirmar sus intenciones y en parte para certificar que poseen los encantos suficientes como para ganarse el premio mayor. Las menos audaces siguen desplegando su repertorio de guiños sutiles. El cantante, allá arriba de la tarima, se mantiene alerta. Escruta el panorama, sopesa cada oferta. En cuanto decide cuál es la mujer con la que quiere amanecer se lo comunica a alguno de sus asistentes operativos. El empleado de marras debe acercarse disimuladamente a la elegida para informarle en qué hotel se aloja su jefe.
Cuando le pregunté a Manuel Páez qué pasa, entonces, con "las caseteras" que no se ganan la subasta, me respondió sin ruborizarse:
—Bueno, tú sabes que el artista es uno solo y no da abasto para complacerlas a todas. Las otras entienden eso y entonces se van con el guacharaquero, o con el cajero… con cualquiera de los otros músicos del conjunto.
Sentado en un taburete de cuero, bajo un árbol de mango en su casa de Valledupar, 'el Zurdo' Ustáriz me dijo que entre los conjuntos vallenatos importantes no se consigue un solo músico que se haya mantenido al margen de "las caseteras". Como nadie está libre de pecado —agregó, sonriente— nadie podría lanzar la primera piedra. Luego le dio una chupada a su cigarrillo. Expulsó una densa bocanada de humo y dirigió la mirada hacia el fondo del patio, donde un gallo jabado picoteaba las hojas secas desperdigadas por el suelo. Si de repente apareciera un asesino —dijo entonces— decidido a ajusticiar a los músicos que se hubieran acostado con "las caseteras", seguramente habría una mortandad.
—Nos barrerían a todos, compadre, a todos, y los conjuntos se quedarían vacíos.
A renglón seguido 'el Zurdo' señaló que determinar cuántas amantes ocasionales pasan por el catre de un cantante de fama es una cuestión difícil. Aun así se arriesgó a sacar en voz alta sus propias cuentas. Los intérpretes cotizados como Diomedes Díaz manejan un promedio de tres funciones por semana. En algunos periodos especiales, como carnavales y fiestas navideñas, actúan más veces. Incluso en las temporadas bajas tienen la demanda suficiente para presentarse los siete días de la semana, pero no lo hacen porque saben que tal exceso equivaldría a inmolarse: la rutina de trasnochos en las casetas es muy dura. Además, tres "toques" semanales —en la jerga vallenata no se habla de conciertos sino de "toques"— representan ciento veinte millones de pesos, unos sesenta mil dólares, que le reportan al cantante una ganancia neta del setenta por ciento. ¿Quién necesita ingresos superiores a ese para vivir holgadamente? En un mundillo en el cual se confunden los linderos entre el trabajo y la farra, los codiciosos son mal vistos. Concluida esta digresión, 'el Zurdo' siguió efectuando sus cálculos: tres presentaciones semanales son doce al mes y ciento cuarenta y cuatro al año. Un cantante que solo se acostara con "las caseteras" en el cincuenta por ciento de sus "toques" —según Ustáriz, este estimativo es demasiado conservador "en ciertos casos"— acumularía setenta y dos aventuras sexuales distintas cada año. A ese ritmo, en una carrera musical de treinta años sus amantes casuales serían dos mil ciento sesenta.
Muchas de "las caseteras" se hacen embarazar solo por darse el gusto de decir, a boca llena, "tengo un hijo con Fulano de Tal". O para instaurar demandas en los estrados judiciales y obtener una pensión. Los músicos vallenatos que engendran hijos en forma irresponsable y que luego deben someterse a juicios tortuosos conforman una legión. Varios de ellos son retenidos en las salas de migración de los aeropuertos justo cuando pretenden salir del país a atender sus compromisos musicales. Entonces descubren que no pueden viajar puesto que tienen órdenes de arresto por inasistencia alimentaria. En el gremio, sin embargo, esta escena recurrente es vista como algo normal. No hay duda de que Diomedes Díaz es el exponente del folclor vallenato que más veces ha protagonizado la bochornosa situación. Durante mi trabajo de campo encontré en los archivos de prensa trece noticias que daban cuenta de retenciones de última hora padecidas por él en los aeropuertos debido a sus incumplimientos como padre. Además, conversé con dos de las ex amantes que lo emplazaron en momentos en que se aprestaba a viajar hacia el exterior: Alix Indira Ramírez y Denis Aroca. En ambos casos Diomedes se aprovechó de la permisividad de las autoridades y superó la talanquera jurídica mediante maniobras pintorescas: a Alix Indira Ramírez le abonó de un solo golpe todas las mesadas atrasadas. Y a Denis Aroca le entregó como garantía un reloj de oro de su mánager Joaquín Guillén para que fuera a prestar dinero en una casa de empeño. Ninguna de las dos mujeres, valga la aclaración, perteneció jamás a la cofradía de "las caseteras": ambas conocieron a Diomedes en contextos distintos al de la fiesta y mantuvieron con él relaciones largas.
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Uno de los asuntos de Diomedes que más me han impresionado desde cuando empecé a investigar sobre su vida es el montón de hijos que tiene. Se sabe que son muchísimos, pero entre tantas versiones encontradas es difícil establecer la cifra definitiva. Ni siquiera el propio Diomedes es capaz de suministrar una información confiable sobre este tema. Durante un tiempo noté que la cantidad aumentaba conforme yo consultaba nuevas fuentes. Primero me topé con Gustavo Gutiérrez Maestre, primo del cantante en tercer grado de consanguinidad, quien me informó que los hijos son quince en total. Después hablé con Tito Castilla, ex cajero del conjunto y cuñado de Diomedes, quien me dio un número mayor: veintidós. Jaime Araújo Cuello me contó que le ha conocido veintiséis hijos y Patricia Acosta me dijo que, según sus cuentas, el dato correcto es veintiocho. Luis Alfredo Sierra intervino con la siguiente revelación: un día el propio Diomedes le confesó que creía ser padre de más de cincuenta hijos. Me pareció que esta cifra era ya, para decirlo con una frase coloquial típica de la región, la tapa de la caja. El colmo. Cincuenta hijos no cabrían juntos en un aula de clases de longitud promedio. Para almorzar con todos ellos al tiempo se necesitaría contratar un salón comunal y sacrificar, por lo menos, nueve gallinas criollas de buen peso. Me pregunté si Luis Alfredo me estaba tomando el pelo. Supuse, además, que como Diomedes es tan famoso su vida privada se vuelve comidilla pública y, al pasar de boca en boca, se deforma con los elementos de ficción que cada contertulio le va añadiendo. De ese modo llega un momento en el que se pierden los límites entre la realidad y la leyenda. También consideré la posibilidad de que estuviera ante una más de las exageraciones características de esta tierra donde el verbo es febril. El Caribe, no hay que olvidarlo, es por excelencia la Meca de la desmesura. Por cierto, un poco antes de encontrarme con Luis Alfredo había visto en una calle polvorienta de La Junta a un par de muchachos juguetones simulando que peleaban. La discusión se acabó cuando uno de los dos amenazó al otro con una hipérbole memorable:
—¡Te voy a zampar una patada tan fuerte que vas a pasar hambre en el aire!
El dato que acababa de suministrarme Luis Alfredo podría ser una exageración como la patada ofrecida por aquel muchacho callejero. Lejos estaba de imaginar entonces que me tropezaría con una cifra mucho más abultada: Rafael Díaz, hermano de Diomedes, me dijo que llevaba cuentas de sesenta y tres hijos.
—¿Sesenta y tres?
Al ver mi rostro de incredulidad Rafael apeló a una hipérbole —cómo no— para convencerme.
—Vea, compadre, a la casa de Mamá Vila llegan cada ratico mujeres paridas de Diomedes hablando en todas las lenguas del planeta Tierra.
Mamá Vila: así le llaman los hijos y los nietos a la señora Elvira Maestre. Incluso algunas personas ajenas a la familia se dirigen a ella con ese apelativo casero. Varios de los entrevistados me aseguraron que si había en el mundo una voz autorizada para informarme con exactitud cuántos hijos tiene Diomedes Díaz, esa es la de mamá Vila. Lo que ella dijera sobre el tema, me advirtieron, sería palabra de Dios. Porque Diomedes no conoce a muchos de los hijos que ha ido engendrando por ahí en sus delirios de toro reproductor. O bien las madres de esos niños no se atreven a buscarlo en la casa donde él vive con su mujer oficial o bien él se desentiende de ellas cuando termina el tiempo del placer y empieza el del embarazo. En cambio, Mamá Vila no solo conoce a los hijos marginales de Diomedes sino que, además, está pendiente de la suerte de ellos. Y mantiene buenas relaciones con sus madres, quienes la visitan de vez en cuando, le llevan a los críos en las fechas especiales y le regalan una que otra tarjeta navideña. Así que cuando yo hablara con Mamá Vila —insistían las fuentes— saldría de dudas.
En enero de 2008 fui a la casa de Mamá Vila, ubicada en el barrio San Joaquín de Valledupar, en busca del dato preciso. Me acompañó José Rafael Castilla Díaz, su nieto. La encontré vestida con un traje de popelina gris. Estaba de luto debido a que se había quedado viuda hacía pocos meses. Cuando la visité por primera vez, exactamente un año atrás, aún tenía al lado a su compañero de siempre, el viejo Rafael María Díaz. En aquella primera ocasión lo que más me impresionó fue el hecho de que ella refunfuñara todo el tiempo contra él. Decía que era el hombre más sinvergüenza del mundo, que no había que confiarse de "su cara de yo no fui". Porque, claro, quienes vieran el aspecto de criatura inocente que había adquirido en la vejez seguramente creerían que era incapaz de romper un plato, pero cuando ese señor estaba joven quebraba la vajilla entera, pues era un parrandero irresponsable que se desaparecía durante varios días, y cuando regresaba a la casa traía los bolsillos limpios. Ella pasando necesidades con sus muchachitos, carajo, y él gastándose en ron y mujeres la poquita plata que conseguía trabajando. Noté que aunque Mamá Vila despotricaba permanentemente contra Papá Rafa, no se refería a él por su nombre, ni se dirigía a él de manera directa, y ni siquiera lo miraba. Yo, en cambio, no dejaba de observarlo. Me parecía un abuelo manso, entrañable. Tenía un pantalón de lino caqui, unas abarcas de tres puntadas y un sombrero vueltiao cordobés, y sobrellevaba el calor infernal de las dos de la tarde con una camisilla de algodón. Resistía la andanada de su esposa sin alterarse. A veces sonreía, apacible, como si no se percatara de la lluvia de rayos y centellas que se desgajaba sobre él. Al contemplar su apariencia de anciano bonachón, ¿quién podría deducir que en el pasado fue un mujeriego terrible como el que describía Mamá Vila? Sentí que había una desproporción entre su semblante pacífico y el sermón destemplado de su mujer. Pero Mamá Vila pensaba distinto a mí y, lejos de ablandarse, seguía dándole látigo con la lengua. Cuando el fotógrafo Camilo Rozo, mi compañero en esta aventura periodística, propuso retratarlos juntos, él aceptó entusiasmado y ella se opuso en forma tajante. Tras una breve discusión accedió a regañadientes. Seguramente aquella tarde, mientras posaba envalentonada en las afueras de la casa, no sospechó que la foto que se estaba tomando en contra de su voluntad sería el último testimonio de vida de su marido.
Durante mi segunda visita Mamá Vila no estuvo irascible sino nostálgica. La encontré almorzando en el patio, sentada en un taburete recostado contra la pared. Olía a cigarrillo. Frente a nosotros, encaramado en una horqueta, había un mico llamado Pacho que chillaba, brincaba y sacaba la lengua en señal de burla. Su repertorio de gestos exhibicionistas era pródigo en obscenidades: mostraba las nalgas, se chupaba el pene. Hubo un momento en que Mamá Vila le mostró el puño amenazante.
—¡Mico bellaco, te voy a dar una tollina!
Pero Pacho, en vez de amilanarse, recibió la advertencia con nuevas expresiones de desparpajo: soltó una carcajada y blandió el pene erecto como si fuera el arma letal con la cual se defendería de Mamá Vila. Ella se dirigió a mí:
—Te digo que ese mico repelente se está salvando por un pelo de que yo lo regale. Si por mí fuera, hace rato lo hubiera botado en un basurero. Pero imagínate tú: ese puñetero animal era la adoración del difunto. Botarlo sería ofender su memoria.
A continuación suspiró profundo, la mirada extraviada en el horizonte. Cuando abrió la boca de nuevo fue para decir que los seres humanos somos incomprensibles. Tanto que despotricaba ella del señor Rafa, fíjese usted, y ahora se sentía infinitamente triste por su ausencia. ¿Quién nos entiende? Mientras su marido vivía ella renegaba de él y ahora que estaba muerto se daba cuenta de lo bueno que había sido, especialmente con sus hijos. Aunque era un hombre de pocas palabras siempre tenía a flor de labios una frase cariñosa para los muchachos. Y aunque era muy pobre siempre se las arreglaba para volver a casa cargado de regalos: mendrugos de panela, canastas de mango, muñequitos de totumo. Detalles que quizá no le habían costado ni medio centavo pero que significaban mucho para la familia. Definitivamente ella tendría ahora la conciencia tranquila si hubiera sido capaz de reconocerle en vida sus cualidades del mismo modo impetuoso con el que le enrostró sus defectos. Pero ya ve: por algo dice el adagio que el bien solo es conocido cuando es perdido. Además, ella se ha puesto a analizar que Rafael María Díaz, alma bendita, lo único que hizo fue seguir al pie de la letra una tradición más antigua que él mismo. ¿O es que acaso en la región hay un solo hombre comedido en asuntos de amores? Al contrario, los hombres de por acá son tan enamoradizos que le flirtean hasta a un palo de escoba con falda. Por eso las mujeres de estas tierras están curadas de espantos, pues saben que los santos no existen sino en los libros de religión. En la vida real lo que abundan son los tipos pícaros capaces de preñar a cuanta hembra se les atraviese. El difunto Rafa, por lo menos, siempre evitó que las aventuras de la calle terminaran en embarazos. Porque de él podrán decir lo que quieran, menos que haya sido un semental dedicado a reproducirse en los corrales ajenos. Los únicos hijos que tuvo fueron los diez que le engendró a ella, sí señor. Bandido sí, pero irresponsable como tantos que andan al garete por ahí, ¡jamás!
—¿Como Diomedes?
Mamá Vila me acuchilló con la mirada. Tomó impulso como para insultarme pero se frenó en seco. Así, callada, los dedos de la mano derecha crispados, se quedó durante varios segundos. Pacho dio un nuevo salto encima de la horqueta y, desternillándose de la risa, nos mostró por enésima vez su erección jubilosa. Hacia él se dirigió entonces la reprimenda de Mamá Vila.
—¡Mico bellaco!
En seguida volvió a su mutismo. De pronto me dijo que, sin el ánimo de justificar las malas acciones de Mede —así le llaman al cantante en familia—, las mujeres que se hacen embarazar de él no lucen bien haciendo el papel de víctimas, pues también son culpables de los problemas derivados de la francachela. Porque, dígame usted, ¿qué esperan esas mujeres de un músico bebedor y trotamundos que el jueves saborea un amorío en Santa Marta y el viernes otro en Montería, y que cada vez amanece entrepernado con una fulana distinta? Un músico que, además, es casado. Aquel mediodía Mamá Vila esgrimió —graneadas, continuas— una variadísima colección de metáforas relacionadas con animales para ilustrar su idea de que el macho es depredador y anda siempre al acecho, y por tanto la hembra debe ser sigilosa y andar siempre a la defensiva. Primero advirtió que así como los hombres desarrollan la astucia de las bestias cazadoras, las mujeres deben desarrollar la naturaleza escurridiza de las aves de monte. Frente a las mañas del gavilán, la desconfianza de la paloma. Después señaló que los líos se presentan porque muchas liebres, en vez de aprovechar su agilidad para ponerse a salvo, se arriman al hocico del lobo a buscar la mala hora. ¿Qué hacen las gacelas exhibiéndose indefensas ante los leones? Lo prudente es que vivan su vida en espacios libres de amenazas. A propósito de este tema, Mamá Vila se inventó un refrán que Diomedes inmortalizó en uno de sus discos: "No es que el zorro sea atrevido sino que las gallinas se van lejos".
En este punto Mamá Vila expuso un argumento que me pareció un chiste: "el pobre Mede" suele ser blanco de las habladurías de la gente. Sobre el tema de los hijos, por ejemplo, se dicen muchas barbaridades: que tiene treinta y cinco, que tiene sesenta. Puras calumnias. La persona que sabe cuántos son exactamente es ella, pues los ha visto a todos con estos ojos que algún día serán abono de la tierra.
—¿A todos, Mamá Vila?
—A todos.
—¿Y cuántos son en total?
—No son más de veintiséis.
Cuando salí de aquel patio en el que Pacho reinaba a placer con sus procacidades, iba convencido de haber develado el misterio. Pero a los pocos días de mi regreso a Bogotá conocí a Miguel Ángel, un hijo de Diomedes que jamás ha visitado a Mamá Vila. Miguel Ángel es bogotano. Nació el 12 de julio de 1987, fruto de la relación que Diomedes mantuvo con Yolanda Rincón. Después me reuní otra vez con Jaime Araújo Cuello, el amigo de Diomedes. Jaime me dijo que no cree que Mamá Vila haya visto, como asegura, a todos los retoños del cantante. Muchos de los hijos que ha engendrado viven en ciudades del interior del país, lejos de los dominios de Mamá Vila. Cuando Diomedes fue recluido en la cárcel de Funza por la muerte de Doris Adriana Niño —prosiguió Jaime Araújo— tenía preñadas a tres mujeres: Betsy Liliana González, su compañera estable en aquel momento, y dos más. Los guardianes veían estupefactos la caravana de féminas barrigonas que acudían de tarde en tarde a su celda.
De pronto descubrí que me zumbaba en la memoria una de las afirmaciones de Mamá Vila: los donjuanes de la región se guían por los códigos machistas de sus mayores. Y siempre encuentran —agrego yo—abundantes ejemplos en el ambiente. Quienes nacimos en el Caribe nos familiarizamos desde temprano con esos tipos que procrean recuas de hijos extramatrimoniales sin ruborizarse, como si apenas estuvieran cometiendo una travesura inofensiva. Es posible que alguno de ellos pertenezca a nuestra familia, o viva en la casa contigua, o haya asistido a la escuela primaria con nosotros, o sea nuestro compadre. Lo hemos visto atizando el fogón en la morada de su esposa y luego celebrando la primera comunión de un hijo extramarital en la vivienda de cualquiera de sus concubinas. Quizá al principio nos sorprendió su existencia y le preguntamos a algún adulto por qué ese señor tenía tantas mancebas y tantos hijos regados por la calle. Pero después empezamos a verlo sin asombro, pues sentimos que era ya parte del paisaje. A fuerza de repetirse de generación en generación, ciertas costumbres bárbaras se van legitimando. Se van volviendo tradición.
La noche en que reflexionaba sobre este tema saqué de mi biblioteca el libro Un muchacho llamado Diomedes, que me obsequió su autor, el periodista Luis Mendoza Sierra. Busqué al vuelo un pasaje que ya tenía subrayado: el que narra la historia de Rafael María Díaz con su progenitor. Papá Rafa era hijo extramatrimonial de un señor villanuevero conocido con el nombre de Rafael Cataño. En la adolescencia se sentía avergonzado por su condición de bastardo —así se les denominaba en aquella época a los críos engendrados por fuera del hogar—. Un día decidió tramitar su propio reconocimiento. Había oído decir que en una notaría del municipio de San Juan del Cesar se encontraba un escribano invitando a comparecer en su despacho a todos los hijos ilegítimos de Rafael Cataño que quisieran ser registrados oficialmente. Así que sin darle vueltas al asunto cubrió a pie la distancia entre Carrizal y San Juan, que era más o menos de veinte kilómetros. Al llegar notó horrorizado que la ceremonia iba a ser colectiva: los muchos chicos que habían atendido la convocatoria del escribano estaban formados en una hilera extensa. Papá Rafa se acomodó en el puesto número ocho de la fila. Estaba asustado. Y se asustó aún más cuando el notario les informó cuál era el requisito que debían cumplir para ser admitidos como hijos de Rafael Cataño: llevar un lunar detrás de alguna de las orejas o una mancha marrón en las nalgas. Papá Rafa cayó en la cuenta de que no tenía ninguna de las dos señales. Además se sintió dominado de repente por la impresión pavorosa de ser el único miembro del lote de hermanos que no se parecía físicamente a los otros. Ellos eran idénticos entre sí mientras él, justo él, poseía facciones distintas. La idea de ser el muchacho diferente, el raro, le resultó insoportable. Entonces huyó a las carreras. Ese día renunció para siempre a la estirpe de su padre. Y resolvió seguir portando el apellido Díaz con el cual lo bautizó su madre, doña Avelina.
En los círculos vallenatos siempre ha sido admirada la figura del trovador que se reproduce desaforadamente. Se le ve como un símbolo de éxito, de poder. Es como el Adelantado Mayor capaz de ocupar numerosos territorios y mandar en ellos de manera inapelable, como el pistolero avezado que donde pone el ojo, pone la bala. Además de cautivar a las mujeres, las marca. Para ellas nada es igual desde el momento en que él llega a sus vidas. Él les mueve el piso, les zarandea las entrañas, les transforma el mundo. En la sociedad machista a la que pertenece, el hombre-semental es visto como portador de la aureola del buen amante. Si tiene muchas mancebas con las cuales se exhibe sin recatos bajo la luz del sol, si logra que cada una de ellas le consienta sus amores con las otras, ha de ser porque lo que les da —y en este punto los contertulios adoptan un rostro pícaro— es muy bueno.
Llenarse de hijos en varias relaciones sentimentales es una barbaridad inconcebible para el hombre ilustrado de la ciudad. Para el juglar vallenato, en cambio, es una simple anécdota, incluso un chiste. Rafael Escalona, el más grande compositor de este folclor, vivió tan orgulloso de su talento para escribir canciones como de su enjundia fecundadora: tuvo veintitrés hijos. Malgeniado, engreído, cuando le preguntaban si consideraba justo que un hombre embarace a cada una de sus amantes, montaba en cólera. No porque creyera que el interrogante fuera un reproche moral sino porque, al contrario, sentía que el interlocutor le estaba rebajando su palmarés como conquistador. Porque él, definitivamente, no había preñado "a cada una" de sus amantes. Que hubiera engendrado veintitrés hijos no significaba que solo hubiera tenido veintitrés mujeres. En seguida, para dejar bien claro que tales cuentas resultaban injustas para un tenorio de sus quilates, soltaba una de sus frases sentenciosas:
—Si cada disparo produjera un muerto, en los cementerios ya no quedaría espacio.
En 1987, dos años antes de morir, el juglar Alejo Durán me contó que tenía veinticuatro hijos. El diálogo que se desarrolló a continuación se convirtió, para mi sorpresa, en un chiste nacional que aún hoy todo el mundo cita en los cocteles aunque casi nadie sabe cuál es su fuente original:
—¿Veinticuatro hijos, maestro? ¿Y con la misma?
—Sí, con la misma, pero con diferentes mujeres.
En cuanto a Diomedes, durante mi investigación hallé numerosas evidencias de que procrear hijos en abundancia es para él un asunto graciosísimo. Yolanda Rincón me contó que una tarde iba caminando con él, a los pocos días de haber comenzado su romance, por un almacén en cuya vitrina se encontraba exhibida una bata de maternidad. A Yolanda se le antojó paradójico lo que sucedió entonces: ella, pese a ser una mujer soltera con el instinto maternal a flor de piel, siguió de largo frente a la vitrina. Diomedes, en cambio, se detuvo. La ciñó suavemente por la cintura y le habló al oído:
—Mi amor, cierra los ojos un momento e imagínate con esa bata puesta. ¡Seguro te verías muy linda!
Cuando viajaba hacia las fincas donde se escondió Diomedes en su época de reo ausente, pasé por una aldea de aproximadamente cuarenta casas llamada Veracruz. Javier Ramírez, uno de mis acompañantes, me informó que Juan Manuel Díaz, 'el Cancu', tiene en ese pequeño villorrio "cerca de quince mujeres y un pelotón de hijos". Ramírez fue testigo de una tarde en que Diomedes quiso saber cuántos son, exactamente, los retoños de su hermano menor. Cuando 'el Cancu' le respondió que "casi veinte", Diomedes hizo un ademán teatral de reverencia y le obsequió el siguiente cumplido:
—Caramba, hermanito, ¡y sin necesidad de cantar ni un solo disco!
Joaquín Guillén también me contó una anécdota relacionada con el tema. En cierta ocasión Diomedes fue encausado judicialmente debido a que rechazaba un hijo que se le atribuía. Su argumento para negarse a admitir la paternidad era que la mujer responsable de la demanda mantuvo en la misma época amancebamientos clandestinos con él y con un agente de la Policía. Cabía la posibilidad de que el bebé fuera hijo del otro amante. Guillén estuvo de acuerdo con esa presunción pero le dijo a Diomedes que, en todo caso, el juez tendría que ordenarles a los implicados una prueba de ADN. Diomedes le advirtió que por nada del mundo se sometería a ese examen. Más bien —agregó— él le propondría al juez la fórmula ideal para zanjar la disputa: sentar al bebé en medio de un bolillo y de un acordeón.
—Si el pelao agarra el bolillo —concluyó— es hijo del policía, y si agarra el acordeón es hijo mío.
Frecuentemente me topaba con historias del mismo tenor, en las cuales los hijos extramatrimoniales quedaban reducidos a una broma de ocasión. Más de una vez me encontré con personas que al enterarse de que yo andaba investigando sobre Diomedes Díaz, automáticamente se referían a los hijos y a las mujeres. Lo hacían de manera espontánea, sin que yo dijera nada previo sobre el tema. El hecho de que tanta gente estableciera una asociación inmediata, forzosa, entre las palabras "Diomedes", "hijos" y "mujeres" me llevó a concluir que estaba frente a un rasgo sustancial de mi personaje. En la medida en que sumaba nuevas voces a mi trabajo de campo, más cuentos sobre este asunto se iban acumulando en la memoria de mi grabadora digital. Una periodista amiga me contó, por ejemplo, que un día acompañó a su novio —un cronista reconocido— a entrevistar a Diomedes para un documental de televisión. Al final, cuando se apagaron las cámaras, Diomedes inspeccionó a la periodista de pies a cabeza y, sin preámbulos, se dirigió a su entrevistador.
—¡Primo, qué mujer tan bonita! ¿Es la novia suya?
Cuando el periodista respondió afirmativamente, Diomedes le dio un consejo.
—A las novias bonitas hay que cogerles cría rapidito.
Sus antiguas amantes también contribuyeron a mi anecdotario sobre el tema. Yolanda Rincón me contó que Diomedes le confesó un día su sueño de tener cien hijos, dizque para que su simiente se esparciera por todo el mundo. Alix Indira Ramírez, por su parte, me informó que en cierta ocasión Diomedes se quedó mirando detenidamente a José Miguel y a Rafael María, los dos hijos que tiene con ella, quienes dormían a pierna suelta en sus respectivas cunas. El mayor de los niños contaba dos años y el menor, uno. A Alix Indira le pareció enternecedora la imagen del padre entregado a la contemplación de sus dos retoños. Quiso saber qué estaría pensando su marido en ese instante. Quizá —especuló— se encontraba embobado por el afecto. O quizá tarareaba mentalmente los primeros versos de una canción que les dedicaría a los chiquillos. Esta última posibilidad se le ocurrió porque se acordó súbitamente del paseo Mi muchacho, inspirado en Rafael Santos, el mayor de sus hijos con Patricia Acosta. Justo en ese momento Diomedes habló y satisfizo, por fin, la curiosidad de Alix Indira. Lo que dijo entonces no figuraba ni siquiera remotamente en las conjeturas de ella.
—Ay, mi amor, qué bonitos son nuestros dos varoncitos, ¿verdad? Ahora nos falta tener la hembrita.
Le dije a Alix Indira que sería capaz de dar media vida —yo también poseo mi inventario de exageraciones— con tal de saber qué se propone Diomedes, en el fondo, al engendrar un hijo detrás del otro como si en efecto creyera que se trata de una gracia. Porque no es solo que maneje de manera primaria sus ardores de bajo vientre, no es solo que ande por ahí desabrochándose la bragueta con la velocidad del relámpago, sino que además pareciera haberse tomado a pecho la causa de invadir el planeta con sus herederos. ¿Qué taras hay en la personalidad de un hombre empeñado en reproducirse con el desenfreno de los curíes, un hombre que va por el mundo imaginándose en bata de maternidad a cada mujer con la que se tropieza? Alix Indira, dotada de un gran sentido práctico, me sugirió evitar los razonamientos sofisticados: el único motivo por el cual el tipo ha procreado ese montón de hijos —sentenció— es su enorme irresponsabilidad. Aunque el argumento se me antojó sensato consideré oportuno ensayar otras explicaciones. Psicológicas algunas, metafísicas las otras.
Recordé que en tiempos pretéritos los juglares vallenatos se vieron forzados a incluir sus nombres y apellidos en los versos de cada canción que componían, para evitar que en el proceso de difusión se les extraviara la autoría. En aquella época de trovadores iletrados las coplas circulaban en forma verbal. Los juglares no las escribían sino que las tarareaban en los montes y en las parrandas. Entre repetición y repetición se las iban aprendiendo, y también se las aprendían los entusiastas oyentes que ayudaban a difundirlas. El maestro Escalona usaba un símil recurrente para referirse a este fenómeno: "El vallenato fue como el bostezo: se propagó de boca en boca". Si algo positivo tenía esa expansión oral era que demostraba la vitalidad del vallenato como folclor. Lo malo era que propiciaba el sacrificio de los compositores: como los cantos no eran grabados en discos ni registrados en oficinas que velaran por los derechos de autor, resultaba fácil que ciertos receptores bribones se apropiaran de ellos. El investigador Félix Carrillo lleva la cuenta de por lo menos quinientas canciones clásicas del vallenato que les fueron usurpadas a sus legítimos creadores. Para evitar el hurto los compositores adoptaron la medida de incluirse en sus versos. Lo hacían, a menudo, en tercera persona, como si el protagonista al cual se referían fuera un fulano distinto a ellos mismos. De ese modo las canciones se llenaron de frases como "oigan lo que dice Alejo", o "este paseo es de Leandro Díaz", o "Abel Antonio no llores", o "Juancho Polo para dónde vas". Mencionarse equivalía a firmar la canción.
Acaso el polígamo compulsivo que se obsesiona por dejar en cinta a todas sus amantes también pretende poner su nombre a salvo del olvido. Preña para que lo recuerden. Y para refrendar ante su colectividad ciertos amores que, sin el embarazo, tal vez permanecerían ocultos. Los hijos que le nacen como consecuencia de sus escarceos carnales son como las cabezas de ciervo que colecciona el cazador: meros trofeos para restregárselos por la cara a sus congéneres.
Mientras me encontraba en esas cavilaciones recordaba una y otra vez el consejo que le dio Diomedes al periodista del documental: "A las novias bonitas hay que cogerles cría rapidito". Pensé en esas especies animales cuyos machos orinan copiosamente alrededor de sus hembras para demarcar el territorio. Los críos vienen a ser, entonces, una variación del primitivo chorro de orín: aíslan a la consorte, alejan a los otros pretendientes. Son una impronta que, además, se prolonga en el tiempo: los amantes que en el futuro logren acercarse finalmente a la mujer, la encontrarán parida. Entonces, quizá, se sentirán avasallados por el fantasma del donjuán que se les adelantó.
***
Patricia Acosta cree —y me lo dice mientras enciende un nuevo cigarrillo— que la decadencia actual de Diomedes se debe en gran parte a su libertinaje con las mujeres. Sus excesos en ese campo lo envilecieron, le hicieron derrochar dinero, lo enredaron judicialmente y lo condujeron a la cárcel. De allí proceden casi todos los problemas que han degradado su imagen ante el país.
La historia de Diomedes con las mujeres está signada por las paradojas: el gozo y la mortificación, la caricia y la bofetada. Las mujeres han sido la savia de su canto y la ponzoña de su alma, han determinado su ascenso y su caída. Eso sí —se jacta Patricia otra vez—: en el balance ella ha representado la ganancia, no la pérdida. Porque mientras ella lo acompañó él estuvo exento de protagonizar esos escándalos terribles que, en los últimos años, avergonzaron a su familia y enlutaron a varias personas inocentes. Como la muerte, sí señor, de la muchacha esa de Bogotá.
—Quien puede contarte la vida de Diomedes Díaz soy yo, que lo conozco como a la palma de mi mano —alardea—. Pero no vayas a preguntarme por el caso de Doris Adriana Niño. El protagonista de ese percance tan horrendo no fue el muchacho que yo conocí en La Junta. Si te interesa esa parte de la historia vas a tener que buscar a otra gente. Yo solo puedo hablarte de las cosas buenas que a él le pasaban mientras vivía conmigo.
Intento hallar señales tangibles del tránsito de Diomedes por la vida de Patricia, algún rastro material de su antigua estancia en esta casa. Veo un retrato suyo al carboncillo. Veo dos afiches ofrendados a Luis Ángel, el tercero de los cuatro hijos que engendró en este hogar ya marchito. Las dedicatorias están garrapateadas con una caligrafía esmerada pero tosca. Por mucho que aguce la mirada no advierto en el entorno ningún otro vestigio de la ya remota presencia de Diomedes. En la época de la ventana marroncita —recuerdo— él dijo en versos que, a menos que se presentara una peste, viviría la vejez junto a Patricia. Sin embargo, ahora no se encuentra aquí para cumplir su promesa. A menudo lo único que queda de los grandes juramentos sentimentales son desengaños. O bisuterías, como los cuadros que están colgados en las paredes. Me asombra la nueva paradoja: Diomedes inmortaliza como cantante los amores que destruye como hombre calavera. En la vida cotidiana él y Patricia ya no son pareja, pero en las canciones el romance de los dos es indestructible. Cantar es embaucar, es hacerle creer a la gente que los pajaritos pintados en el aire por fin aprendieron a volar. Las quimeras de la música ejercen en nuestras almas un efecto balsámico parecido al que producen los espejismos en el desierto.
Estas ideas empezaron a rondarme cuando visité a Martina Sarmiento, la mujer que a principios de los años setenta vivió en unión libre con Diomedes Díaz. La encontré tejiendo un chinchorro en el patio de su casa en Carrizal. Silenciosa, introvertida. Su cabello agreste lucía estropeado por la canícula. Me contó que dormía con Diomedes en una cama contrahecha que se desplomaba casi todas las madrugadas. Es que eran sumamente pobres, añadió con una sonrisa tímida. A principios de 1976 Diomedes se inscribió en el concurso de canción inédita del Festival Vallenato. En abril, cuando comenzó el certamen, él estaba con ella en Carrizal y no tenía dinero para comprar el pasaje hacia Valledupar. Andaba deprimido porque suponía que sería descalificado sin participar. Entonces ella se puso en la tarea de alcanzar limones en la huerta de su padre. Luego salió a venderlos por el pueblo. Gracias a su gesto generoso Diomedes pudo viajar a ese festival en el que conoció a Náfer Durán, el acordeonero de su primer disco. El trofeo que le dieron por ganar el tercer puesto en el concurso de canción inédita es lo único que a Martina le quedó de él. Y una hija muy dulce que se llama Malena Rocío. Más allá del trofeo y la hija, Diomedes no dejó por aquí ni la sombra.
En aquel trofeo, un armatoste de hierro carcomido, reconocí una alegoría: a veces lo único que el amor deja entre las manos es un montón de óxido. Óxido y dolor, me corrige Patricia ahora. Y me cuenta entonces que a su padre, 'el Negro' Acosta, lo mató la pena moral que le produjo la separación de ella con Diomedes. Se me viene a la memoria la leyenda del flautista de Hamelín: uno se acerca en busca de la melodía y al llegar se tropieza, inevitablemente, con las ratas.
Patricia aplasta su cigarro contra el cenicero. Su cigarro que hace un instante era una brasa encendida y ahora es una pilada de cenizas. Como sus amores con Diomedes Díaz.
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