domingo, 25 de abril de 2010

EL CIRUJANO DE LAS ACORDEONES


Ovidio Granados, un monarca sin corona
EL CIRUJANO DE LAS ACORDEONES
Por: Sara Araújo Castro


Por esta época de finales de abril, la casa de Ovidio Granados se convierte en otra estación del peregrinaje que cumplen los músicos de la región a Valledupar. En medio del trajín: fiestas, concursos y parrandas hasta el amanecer, las lengüetas de los acordeones se dañan o se desafinan y se requiere un maestro artesano que conozca el oficio para salvar un toque. Entonces, todos se acercan a la casa de este hombre sexagenario, de andar pausado, confiados no sólo en su destreza y en su prodigioso oído, —famoso entre los expertos—, sino en la rapidez con la que afina los acordeones, protagonistas de esta fiesta que comienza el próximo martes.

Músico antes que artesano, desde el 59 Granados era el acordeonero del conjunto Los Playoneros del Cesar. En esas correrías, él mismo arreglaba en el día lo que rompía en la noche en el fervor del toque. Estando en el oficio de luthier llegó un día su compadre Emiliano Zuleta y lo encontró con la boca completamente rota. El viejo Mile notó que cuando buscaba afinar los pitos de los acordeones éstos le destajaban los labios. “Vea compadre, ¿y usté qué hace con la boca así toa esmigajá? Consígase un pianito, que así me las arreglan a mí en Bogotá”, le dijo Zuleta. “Entonces me acordé de este pedazo de fuelle viejo y lo monté —recuerda Ovidio Granados—. Luego vino Colacho, mi gran amigo, y me dijo que Sanín Murcia me hacía una base en hierro y así quedó esta maquinita. Eso por el año 73”.

El viejo Villo se refiere a un instrumento artesanal que consta de una base de cuatro patas con un pedal que mueve el fuelle. Con este sopla “los pitos” de los acordeones en reparación y no se rompe la boca con los residuos de metal que se lima para cambiar las tonalidades. Ese instrumento, sin nombre, permanece al lado de su mesa y del reguero de acordeones que yacen desparramados a su alrededor.

Ovidio es hijo y nieto de músicos; humildes, vaqueros que dieron sus días al trabajo de campo y sus noches al ron y al vallenato. Al igual que su padre, nació en Mariangola, pueblo caliente que ha dado varias familias de músicos. Y como su padre, aprendió a tocar el acordeón solo, a escondidas, a la manera de los grandes juglares. Y de la misma manera, descifró el oficio que hoy lo hace célebre, “mirando de reojo cuando llevaba el acordeón de mi papá a afinar”, cuenta.

De hombros anchos y vientre abultado, se mueve con actitud parsimoniosa entre los cascarones que hacen el desorden ordenado que sólo él entiende. En esas tardes húmedas de abril recibe con gesto amable y pocas palabras el desfile de pacientes que urgen ser tratados con sus manos largas y prodigiosas. Algunos definen su actitud silenciosa como sencillez, falta de aspiraciones. Pero la verdad es que es hombre esencial, que lleva la fuerza de la tierra, tan propia de los juglares vallenatos, que les permite sobrevivir a las grandes pruebas de la vida y hacer música de ellas. Pruebas que en el caso de Ovidio han sido duras, pues perdió a su hijo Eudes en el mismo accidente aéreo que se llevó en 1994 a Juancho Rois en Venezuela, además de un terrible accidente que vivió Hugo Carlos, el mayor de sus hijos.

Un enorme retrato de Eudes además de otras fotos decoran el taller improvisado en el patio central en donde pasa sus días. Ahí, además de la mesa llena de instrumentos, de dos periquitos que lo acompañan todo el tiempo subidos en sus hombros y de los seis o siete acordeones que yacen abiertos en el piso, están las imágenes de sus dos hijos, Hugo Carlos y Juan José, coronados como reyes vallenatos. Éstos ostentan el galardón que Ovidio en sus años de músico nunca pudo alcanzar.

Así compensa las dos ocasiones en las que llegó a la final del Festival para ocupar un indeseado segundo lugar. Ovidio Granados hubiera podido ser el rey vallenato en aquel abril de 1968. Pero el destino, por mano del jurado, quiso que fuera Alejandro Durán, un campesino negro oriundo de El Paso (Cesar) que llegó con sus sones y se llevó el premio. Ovidio ocupó el mediocre y nunca recordado segundo lugar.

La siguiente vez, en el año 73, pasó una a una las rondas hasta llegar al último duelo contra Luis Enrique Martínez. Una vez más, el premio le fue esquivo, “Entonces me aburrí de quedar de segundo y dejé eso así”, cuenta sin agregar más, desde la silla de mimbre en la que se sienta para regir los destinos de los acordeones mejor tocados de Valledupar.

A pesar de las canas, de sus pocas palabras y de ese andar cadencioso como el de un eterno cumbiambero, todavía es posible imaginarlo en sus mejores años, en 1982 cuando Diomedes Díaz lo invitó a interpretar Diana —de Calixto Ochoa— en uno de los álbumes más memorables del Cacique de La Junta. Entre estribillo y estribillo se escuchan las escalas del acordeón interpretado de manera impecable. Esos mismos dedos, largos y firmes, capaces de lograr hermosas notas de un acordeón, son los que hoy sostienen destornilladores y pinzas, con precisión de relojero a la hora de abrir un instrumento de par en par.
Antes yo también las esmigajaba. Ahora me dedico a arreglarlas”, dice Ovidio refiriéndose a los acordeones en género femenino, a la manera antigua de la provincia, insinuando que es una mujer dispuesta para la conquista. La picardía y la virilidad están presentes en cada instante y en cada frase, resumiendo el mundo en un permanente juego de seducción. En ese universo, él pasó de ser el donjuán que provoca armonías y suspiros para convertirse en cirujano de las acordeones.

En el año 1999 la fábrica Hohner decidió hacerle un guiño a su mercado vallenato creando una línea de acordeones Corona III, que llamó El rey del vallenato. La casa musical decidió, como parte de los premios, regalar tres instrumentos nuevos a los finalistas.

Cuando fueron a probarlos se dieron cuenta de que en lugar de música producían un gran estropicio. Entonces fueron donde Granados, el indicado para resolver rápidamente el impasse. “Aquí llegaron, con los tres aparatos completamente desafinados como a las 8 de la mañana. Les dije que volvieran a las 11. Cuando el representante de la Hohner vio el resultado me dijo que me quería invitar a Europa a la fábrica. Dije que sí pensando que eran mentiras”. Por momentos guarda silencio para llenar con la esperma de una vela los espacios de los violines internos, operación delicada que le sube el volumen al acordeón.

Luego, retoma y cuenta: “A la semana el pasaje llegó aquí. De ida y vuelta. Me sudaron las manos cuando me lo dieron. ¡Ay, por andá de cambambero!, pensé”. Lo qué pasó en esos 18 días en los que Granados recorrió las fábricas de Hohner no es fácil averiguarlo, pues él sólo habla de lo que no pasó: “Allá me chupé todo lo que sabía, mis secretos no se los iba a dar”. Sigue en su parsimoniosa labor y de la nada agrega: “Pasé tanto tiempo allá que volví ya veía a mi gente feeea”.

Desde entonces Ovidio no viaja. Sale poco, no se emborracha y según recuerda Diana, su nuera, sólo trasnochó aquel 30 de abril de 2007 cuando Hugo Carlos ganó la final del Rey de Reyes. Distinto de los otros acordeoneros para quienes la parranda y el ron son pan de cada día. Pero a Villo siempre se le ve en su casa, con sus periquitos al hombro, salvo en ciertas ocasiones. El día del funeral de Rafael Escalona estuvo con una impecable guayabera blanca despidiendo al maestro. Ahí, en su estilo parco dio la clave de su encierro, “Ay, qué dolor cuando los amigos se van. Yo extraño tanto a mi amigo Colacho que desde que él se murió no volví a ser el mismo”.

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