jueves, 22 de junio de 2017

LEANDRO DIAZ. LOS OJOS DEL ALMA


–¿Habrá una desgracia mayor que la mía que no le puedo ver el rostro a mis hijos? –le dijo la señora, recientemente declarada invidente sin remedio por la ciencia médica, inconsolable entre sollozos y lágrimas, al maestro, sin una gota de luz en sus retinas desde el mismo día de su nacimiento. 


–La puede haber si yo fuera inconforme –contestó el maestro, y continuó sereno y pausado, con sus ojos chiquiticos y recogidos y su cuerpo bajito como la melodía de los versos de su Matilde Lina, que acababa de cantar.  

Y continuó: –La mía, usted tuvo la oportunidad de ver el rostro de sus hijos y de ver todo lo que tiene el mundo, a mí me toca cantarle a los paisajes y a la vida sin tener la menor idea de qué cosa es color, por más que me lo imagine no sé cómo es el verde de la sabana o qué es el azul del cielo. 

La parranda de inmediato quedó muda, estupefacta y conmovida por el dramático diálogo entre los dos ciegos. La dama cartagenera acababa de darse cuenta de dos cosas: una, que el señor que estaba cantando muy alegremente esas bellas melodías que la habían cautivado eran sus propios cantos y sus propios sentimientos; dos, que como ella, también era ciego. Fue cuando respetuosamente se dirigió a la parranda y pidió permiso para hablar con él. 

–Yo soy ciego de nacimiento, sé del Sol porque me quema, y la luz y yo, aunque no la conozco, somos enemigos –le dijo él, y prosiguió–: Usted tuvo la oportunidad de conocer lo que yo solo conozco por referencias, usted puede recordar el rostro de sus hijos, yo solo puedo imaginármelos 
–remató el maestro con una amplia carcajada, y de inmediato le dijo al conjunto (caja, guacharaca y acordeón): 

–Compadre, Dios no me deja. 
                            



Y entonces, Leandro, el poeta campesino, cantó: 

Yo nací una mañana cualquiera allá por mi tierra, día de carnaval.
 Pero ya yo venía con la estrella de componer y cantarle a mi mal. (Bis) 
Y cuando quiero flaquear siento que Dios no me deja. 
Luego me pongo a cantar ¡Le doy alivio a mis penas! (Bis) 
He sufrido mucho en esta vida dirían que es mentira si yo no cantara. 
Si la pena matara en seguida ya de este hombre nadie recordara. (Bis) 
Es para mí una jornada algo divino Señor... eso que nace en el alma: 
¡Arte, respeto y amor! (Bis) 
Él sabía que si me abandonaba ninguno cantara como canto yo.
 He sabido librar la batalla... ¡No hay que negar la existencia de Dios! (Bis) 
Él la vista me negó para que yo no mirara.
Y en recompensa me dio los ojos bellos del alma. (Bis) 


Apenas la canción terminó, la señora, esposa del gerente de un banco de San Jacinto, dueña hasta ese momento de una tristeza infinita, se le abalanzó al tiento al sudao cantor ciego, y sus manos se tocaron y luego sus cuerpos se fundieron en un abrazo largo y conmovedor, lleno de lágrimas y suspiros, y cuentan que le dijo: 

–Maestro, la luz del amor volvió a mis ojos, vuelvo a ver con los ojos profundos de mi alma, ya no hay ni tristeza ni dolor en mí. 

Hubo alboroto y aplausos. Los parranderos se abrazaban como locos entre todos confundidos con los músicos y con los dos inmensos protagonistas de aquella tarde inolvidable, y Leandro siguió cantando y cantando, y la tarde se volvió canción, poesía y sentimiento, así continuó esa bella parranda festivalera en San Jacinto, Bolívar, la tierra de la Hamaca Grande y de los mundiales gaiteros de Toño Fernández. Así me lo contó Poncho Medina Acosta, un entrañable amigo fonsequero que hacía parte de los melómanos parranderos quien atentamente atendía una invitación del también insigne y respetable parrandero bolivarense Miguel Lora.

El hatonuevero 

Yo soy el hatonuevero que canta 
poniéndole melodía a mis canciones 
yo soy el muchacho aquél 
que el pueblo ignora su nombre 
y hoy se ha convertido en el hombre 
para defender a la Patria. 

Hato Nuevo es uno de los quince municipios que conforman el departamento de La Guajira. Su cabecera municipal en 1840 era un hato ganadero de propiedad de un señor terrateniente de El 
Molino llamado Blas Amaya, quien le puso Hato Nuevo a esa parte de sus tierras porque hasta allí tuvo que trasladar su hacienda debido a un problema de inundación en la vieja morada. 
Hato Nuevo, un encanto enclavado en la cara oriental de la Sierra Nevada de Santa Marta, y al pie de la Serranía de Perijá, como todos los pueblos mineros de La Guajira y también los del Cesar, está perdiendo su vocación primigenia: la agropecuaria. Nuestra gente está embelesada con Mushaisha (tierra del carbón, en Wayúu). Ahora no se mueve una paja del suelo sin los designios de Mushaisha ¿Qué pasará cuando Mushaisha se vaya? 

La Casa de Alto Pino donde nació este cantor, está ubicada en predios rurales de Hato Nuevo; por eso Leandro Díaz es hatonuevero, y así lo expresa con emoción patriótica en este canto, otro de sus tantos éxitos, grabado por Jorge Oñate con los Hermanos López. 

Leandro Díaz es pues, uno de los hijos ilustres e irrepetibles de los montes de la Sierra Nevada. Nació en la cara oriental de esa montaña sagrada, la misma donde nacen los cantarines ríos Cesar y Ranchería, cerquita del lugar donde Francisco el Hombre y el demonio tuvieron el encuentro fatal. Como los dos ríos del Valle de los Acordeones, aunque triste y sin luz en sus ojos y con sus pupilas muertas, el poeta campesino nació cantando y arrullado por esa naturaleza limpia y cierta que lo vio crecer rodeado de tiempos sin relojes, canturreando rancheras y corridos mexicanos como el indio Máximo Movil y como todos ellos, y como todos nosotros, al lado de pájaros, de animales, de aguas y de aires, libres y vírgenes, como su retina.  

El “retoño perdido”, como él se autodenominaba en sus primeros cantos, nació ciego en una casa de montaña de gente bondadosa, pobre y feliz. En La Casa de Alto Pino había rozas de café, plátano, yuca, malanga y caña, y corrales de cabras, chivos, cerdos y gallinas, que la familia cultivaba contenta para su sustento en un ambiente alegre, sin la amenaza paradójica del carbón, de la gasolina, de la monstruosa guerra fratricida, de la insoportable Ley 100 y del acosador ruido. Fue en 1928, un 20 de febrero, día de carnaval. 

Gabo llevó a Leandro a la literatura universal 

“En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”. Leandro Díaz 

Un juglar literario, que se la pasaba husmeando las tres caras de la Sierra Nevada en busca del mundo que él mismo se inventó, Gabriel García Márquez, otro irrepetible, también hijo de esta tierra, pero de la cara oriental, la que mira hacia el Gran Río de la Magdalena y hacia la Zona Encantada, hacia Macondo, la tierra del banano, en 1985, tres años después de haber ganado el Premio Nobel de Literatura, publicó la novela El amor en los tiempos del cólera, la cual encabezó con la siguiente leyenda en página completa: “En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”, y seguidamente “Leandro Díaz”, oración sacada textualmente de la canción La diosa coronada, compuesta por el compositor ciego en la década de 1950. La diosa coronada es la canción de Leandro que más le gusta al nobel macondiano. ¿Será por lo que dice?: “Cuando la diosa mueve el caderaje se pone el rey más engreído”. 

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