Muy cerca a Valledupar está Patillal, un pueblo tranquilo habitado por agricultores, ganaderos y poetas, que no sólo es un remanso para el fatigado citadino sino un potosí de sorpresas agradables por la calidad humana de sus habitantes. Para ellos un generoso corazón es suficiente. Cuando están fuera de su tierra se tornan melancólicos, la añoran siempre, ella es su felicidad.
Cuando evoco recuerdos, siempre están presentes esos ratos inolvidables que he disfrutado en Patillal, despertando enormes sentimientos que contagian mi espíritu y me enseñan a querer a ese bello y apacible terruño. Allí, la ternura de los enamorados da fuerza y motiva la construcción de bellas melodías impregnadas de contenidos poéticos. Las obras musicales de sus compositores son bellas descripciones de un paisaje, una historia o un amor.
Escuchar algo de esa tierra y de sus habitantes, emociona al sentir el aroma de calma y tranquilidad de ese mundo mágico que ha creado su gente atenta y cariñosa. Ellos sienten devoción por el romanticismo, la prosa fluida, las buenas costumbres, el respeto hacia los demás y por su patrona, la virgen de las Mercedes.
En Patillal, siempre hay corazones amables que trasmiten confianza. Atienden con goce especial a los visitantes, actitud propia de almas nobles. Llevan la música en su sangre, no sorprende que un verso se acompañe siempre de bellas melodías. Esa es la cuna de Rafael Escalona, Freddy Molina, Octavio Daza, Beto Daza, Chiche Maestre, José Hernández Maestre, Cocha Molina, Chema Guerra, del poeta Chema Maestre y de un sinnúmero de personajes que le han dado gloria a nuestra música.
Ir a Patillal es disfrutar las alegrías elementales de la vida y conocer la motivación o vivencia de los compositores para hacer sus canciones. La canción "Los novios" ( " ya nos queremos, ya nos amamos ¡ viva el amor ! vivan los novios cuando se aman de corazón" ) fue compuesta por Fredy Molina a su enamorada Carmen Cecilia Maestre y grabada por Alfredo Gutiérrez. Esta obra es una de las canciones que marcaron un hito, por la creatividad del compositor, la magistral interpretación de Alfredo Gutiérrez y el interés que despertó a nivel nacional escuchar la música vallenata.
Otro compositor patillalero, que merece una mención especial por su canción "Río Badillo" ,ganadora del Festival de la Leyenda Vallenata en 1978, grabada por los Zuleta y por Claudia de Colombia, es Octavio Daza. Él, cuando era Secretario de obras Públicas de Valledupar, tuvo que ir a inspeccionar unas obras civiles cerca al río Badillo. Sabía que dicha visita le tomaba poco tiempo y aprovechó la oportunidad para invitar a su enamorada. En una camioneta Dodge, con caja automática, salió muy temprano. Después de culminar su misión se fueron a bañar a ese precioso río de aguas cristalinas. El ambiente transcurrió con alegría, retozando en el agua fría que de la Sierra Nevada bajaba. Pasaron las horas, cuando quisieron regresar, Octavio trató de encender el vehículo, pero como el radio había estado sintonizando las emisoras locales, se agotó la batería. Intranquilo buscó soluciones sin encontrarlas. Era una vía poco transitada y allí, entre el golpeteo de la corriente con las piedras, las chicharras y los animales que fueron apareciendo en la oscuridad de la noche, no tuvo otra opción que esperar el nuevo amanecer. Esa circunstancia generada por un obstáculo fortaleció un romance que dio origen a esta bella canción que ha engrandecido nuestro folclor.
La letra de la canción lo dice todo:
"El río Badillo fue testigo de que te quise/en sus arenas quedo el reflejo del gran amor/de una pareja que allí vivió momentos felices/y ante sus aguas juró quererse con gran pasión"
Por Ricardo Gutiérrez El Cerro de Maco que hace parte de los Montes de María, es el eterno vigilante y la fuente inspiradora de la riqueza creativa de los Sanjacinteros, cuyos primeros pobladores, la cultura Zenú se caracterizaron por su laboriosidad e ingenio en la agricultura, las artes y en el tejido de hamacas. Esa topografía favorece un clima que influenciado por los vientos alisios, facilitan las reuniones donde los músicos haciendo gala de su herencia ancestral construyen preciosas obras musicales. Los Farotos con sus danzas, evocan a los indígenas que se disfrazaban con el vestuario de sus mujeres, para protegerlas de los españoles que las asediaban. Según la tradición el Mama, adornado por llamativos colorines que baila en medio de dos filas, lleva un perrero para darle al bailarín que no lleve el ritmo. En ese ambiente innovador, Los gaiteros de San Jacinto, han conservado la música tradicional de gaitas y tambores heredada del mestizaje indígena. El acordeón llegó producto de la integración comercial y cultural e incorporó a la música nativa, los ritmos europeos, los ritmos cubanos y mejicanos. Al integrarse con el tambor y las gaitas, gestó un ritmo parecido al vallenato que lo llamaron "son", que eran canciones sin identificación de ritmos. Producto de esta integración fueron acogidas las creaciones, motivando la producción de las " gaitas " que también llamadas "cumbias". Exponente destacado fue Andrés Landero quien inicialmente fue un versado gaitero que aprendió los secretos del acordeón, utilizando sólo tres dedos. En San Jacinto, en ese ambiente de comercio y de música se gestaron los amores de Miguel Pacheco Blanco y Mercedes Anillo, padres de Adolfo, quien además de ser compositor de La Hamaca grande, El viejo Miguel, El mochuelo, Mercedes, y muchas más, es un distinguido abogado, graduado a los 43 años en la Universidad de Cartagena después de muchas vicisitudes. Miguel fue un campesino humilde muy inteligente, de piel morena por eso le decían " El mojino", descendiente de raza negra, por parte de su bisabuela Crucita Estrada, casada con el Ocañero Laureano Pacheco. El disfrutaba con la banda del pueblo su canción preferida: "El perro de Petrona" y compartía con su amigo Toño Fernández, alma de los Gaiteros de San Jacinto, quien igual que Teófilo Mendoza, le puso letras a las gaitas. A Miguel no le gustaba que Adolfo se dedicara a la música, consideraba que era “una perdición". Mercedes era descendiente de judíos, cantaba en reuniones familiares y apoyaba las inquietudes musicales de Adolfo. Miguel tenía un salón de baile llamado El Gurrufero, sinónimo de caballo descuidado, que ofrecía grandes festines con la música que traía de Barranquilla, igual lo hacía en su Caseta "San Andrés" donde presentaba conjuntos musicales. Mercedes murió dejando a Adolfo de nueve años, partida que puso a Miguel frente a un gran desafío, pero sucumbió ante el alcohol y aunque la muerte jamás lo separó de Mercedes, le parecía que sólo era un sueño y que los sueños no tienen distancia. Sintió como la soledad y la tristeza invadieron su corazón, se desanimó y al abandonar sus negocios, se fue a la bancarrota. En el merengue "El viejo Miguel" Adolfo describe cuando su padre salió de San Jacinto, desconsolado, a vivir a Barranquilla: "Buscando consuelo/ buscando paz y tranquilidad/el Viejo Miguel del pueblo se fue muy decepcionado”.
“Mi papá es un hombre sano que vive allá en Carrizal Carrizal es una finca, que está cerca de La Junta, la Junta es un bello pueblo adonde nació Diomedes, donde todo el mundo me quiere y me aclaman cuando llego”. (Fragmento de canción “A mi papá”. Autor e intérprete: Diomedes Díaz Maestre) Eran las 4 de la madrugada del domingo 26 de mayo de 1957 y en esa casa de paredes rústicas de tierra roja -rellenas de argamasa mezclada con el poco cemento que la miseria permitía disponer- se vivía la tensión propia de un parto y, peor aún, del de una mujer primeriza en las lides de traer hijos a este mundo. -”Ve, Vila, aguantá, aguantá”, le decía Gregoria Maestre Hinojosa, “Tía Guecha”, a su hermana Elvira Antonia. Para ese momento la embarazada llevaba varias horas de fuertes dolores abdominales que la estaban desgastando más allá de lo que su delgada y frágil contextura permitía, pues ella se levantaba del piso poco menos de 1.60 de estatura, pesaba 55 kilos y su cuerpo era más delgado de lo normal. Eso sí, tenía una voluntad de lucha inversamente proporcional a su constitución física que le permitió combatir para lograr favorecer a cada uno de los hijos que poco a poco le fueron llegando, hasta completar los 11 que trajo al mundo. -”¡Guecha, Guecha, ay no puedo, Guecha!”, le repetía Vila. -”Tu podeí, mana, ¡ánimo!”, le respondió. Las dos hermanas eran parte de la docena de hijos que tuvo la unión entre un emigrante español de comienzos del siglo XX, Manuel José Maestre y la indígena guajira Eufemia Hinojosa, “Mamá Pema”. Pareja que un día decidió irse a vivir merodeando en su trasegar residir por los lados de La Junta, La Peña y otras poblaciones vecinas del sur de La Guajira. Todo hasta cuando tuvieron para compararse un pedazo de tierra. Guecha asistía a su hermana para que la llegada de su primer embarazado se diera lo mejor posible y así pudiera prolongar la estirpe. -”Me duele mucho, Guecha”, le replicaba la conviviente de Rafael María Díaz Cataño, un pobre campesino jornalero que por andar trabajando tanto no estaba al pendiente del nacimiento del que sería el mayor de sus hijos y, con el paso de los años, el más famoso cantante de vallenato jamás nacido en Colombia, Diomedes Díaz Maestre. Los hechos sucedían en la Finca Carrizal, una pedazo de tierra que se levanta en la cumbre de un pequeño cerro distante a 10 minutos del parque principal del corregimiento de La Junta, jurisdicción del municipio de San Juan del Cesar (La Guajira), norte de Colombia. Tierra pobre, poblada desde hace varios siglos por etnias indígenas descendientes de la tribu Wayuu, asentada principalmente en las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta. La partera hacía su oficio ayudada solo por Guecha. Encima de la cama dispuso el aguamanil y uno que otro trapo con que limpiaría al bebé recién nacido una vez Vila pudiera dar a luz. No eran las 5 de la mañana cuando la mujer sintió cómo de sus entrañas salió el fruto de su amor. El bebé lo recibió la partera y acto seguido se lo pasó a Guecha, que mojó de inmediato el trapo blanco de algodón que tenía en su mano y que sumergió en una olla de agua panela para empezar, luego, a darle gotitas escurridas en la pequeña boca del que sería el hijo más querido de La Junta, su pueblo. “Yo fui la que paladeé a Diomedes Díaz, él me quiere porque sabe que yo lo cargué casi al momento de nacer”, dijo Guecha que vive en la zona del Hatico, en la finca que dejaron los abuelos papa Goyo y mama Pema y que el propio Diomedes Díaz ha ido arreglando poco a poco, hasta convertir lo que era una choza en una casa de doble planta, con confortables habitaciones aunque aún hoy por concluir. Nacido el infante, la mañana de ese mismo domingo arribó su papá, Rafael Díaz, acompañado de el “Mono” Fragozzo, uno de los más destacadas acordeoneros de la zona a mediados del siglo pasado. Allí, en ese cuartito pequeño, “el mono” tocó el acordeón al que bautizarían como Diomedes, gracias a que a su mamá se le ocurrió consultar el “Almanaque pintoresco de Bristol” y se encontró con el singular nombre. “Ellos tocaron “el amor, amor”, yo estaba ahí y lo escuché, pero es mentira de eso que dicen que el pelado dizque abrió los ojos... ¡Paja!, !pajarilla de la buena! ese pelado estaba era más dormido que esos osos que dicen que comen una vez y duermen como seis meses...” Por: El Espacio.