sábado, 23 de abril de 2011

RECOMENDACIONES PARA EL FESTIVAL VALLENATO

Por: David Sanchez Juliao.

1. Cómo entrar de ‘colado’ a una parranda

Primero que todo, el visitante debe averiguar quién ofrece la parranda y quiénes son los íntimos amigos y compadres del oferente. Con aquello claro, el candidato a ‘colado’ debe entrar a la ‘casa parrandera’ como Pedro por la suya, utilizando el “¡Quiubo, ¿qué es la vaina?” para saludar al primero que se encuentre. El saludo debe ir acompañado, eso sí, de un amplio abrir de brazos, pues el abrazo de retribución no se hará esperar. Tras el tercer sonoro abrazo, es fundamental preguntar por el dueño de casa. El abrazo de bienvenida de este, legitimará la ‘colada’.

Enseguida, debe preguntarse al oferente o dueño de casa --con nombres propios-- por dos o tres de sus más queridos compadres, los que allí de seguro estarán. Esos abrazos compadreros serán entonces la confirmación después del bautismo. De allí en adelante, puede ya usted considerarse un ‘colado oficial’. De resto, desenvuélvase a su manera y aplique el viejo aforismo de las abuelas: “A mí... que no me den. Más bien, pónganmen donde hay”.

2. Cómo reconocer en una fiesta a Rafael Escalona

Para el efecto, apliquemos una frase, genial por cierto, del Nobel García Márquez: “Cuando tú llegas a una parranda en Valledupar y ves a un hombre que se pavonea por una casa ajena como por la propia, ordenando atender a la gente, indicando qué whisky debe servirse y metiéndose a la cocina a supervisar el hervor de los sancochos; un hombre que, además, lleva puesta una camisa elegante y fina que nadie más lleva, ese... ese es Rafael Escalona”.

3. Cómo aguantarse la música toda la noche

Existen tres reglas de oro, probadas y re-probadas, para lidiar con la LCM –Licencia para la Contaminación por Música– de la que Valledupar goza por los días del Festival. Primera regla: llevar tapa-oídos (earplugs, en inglés). Las aerolíneas que vuelan a la ciudad por esos días los facilitan junto con las bolsas para el mareo. Hay que colocárselos antes de acostarse. Segunda: hablando de acostarse, hay que hacerlo lo más tarde posible en la noche. Así las horas del LCM serán menos. Y, tercera: si el ruido vallenato persiste, se recomienda haber llevado un ejemplar del diario EL TIEMPO en el que aparezca, en su página editorial, una columna de “Espuma de los acontecimientos” de Abdón Espinosa Valderrama. Empiece a leerla, con los tapones de oídos bien puestos, y pronto el sueño llegará, pese a cajas y guacharacas.

4. Cómo colarse en la tarima VIP

Muy fácil. Llegue de camisa y corbata hasta el lateral en donde aparece el aviso de “Tarima VIP. Entrada” y dígale al policía que usted pertenece a la comitiva del doctor fulano-de-tal. No olvide lo de doctor. Alvaro Rojas Tejada, un abogado bogotano, lo logró, fingiéndose de prisa y gritándole al policía, “!Permiso, permiso, que yo soy de la comitiva del doctor David Sánchez Juliao”. El policía, claro, de inmediato se hizo a un lado y lo dejó entrar. Cuando, una hora después, yo intenté entrar –yo, que sí estaba invitado--, el policía no me lo permitió, porque no hablaba cachaco, no llevaba corbata y no pertenecía a la comitiva de alguien.

5. Cómo vestirse apropiadamente para pasar por costeño de alcurnia y no por gringo pobre

Tanto para hombres como para mujeres, la regla es: a los actos del Festival Vallenato se asiste, o vestido ‘de marca’ o vestido de lino ( ‘holán de hilo’, que llaman; en el caso de los hombres, guayabera). Las marcas más idóneas para aparecer como gente importante, son, según los costeños las llaman, “La babilla” y “La burra”, es decir, Lacoste y Polo. Ambas, aceptables en camisas o playeras masculinas o en blusas femeninas. Absténgase en lo posible de las ridículas rayitas de Tommy y de la antiestética velita de barco de Nautica. Esas, son más baratas y más chimbiables.

Se puede vestir de claro todo o combinar claro y oscuro. Jamás use esas camisas de seda sintética con loros, palmeras y barcos estampados en tonos subidos que venden por diez dólares en los Walgreens de Miami, como tampoco sombreritos de paja para jardineros americanos hechos en Taiwán, porque ahí sí... le dirán, “Ajá, ¿y tú vienes vestío de gringo pobre?”

6. Qué trago tomar en Valledupar

Valledupar es la ciudad del mundo en la cual se puede beber whisky con mayor tranquilidad, ¡que ni en una ciudad de Escocia! El whisky suele ser tan barato y de tan buena calidad, que un día la vallenatísima Lolita Acosta me dijo: “¡Qué vamos a beber aquí en El Valle whisky chibiao, veee! El whisky aquí es tan barato, que chibiarlo sale más caro!”. Mi amiga Lolita tiene razón. Yo, por mi parte, encontré el whisky tan barato el año pasado en Valledupar, que sugerí al alcalde que reemplazara el acueducto de la ciudad por un Oldparr-ducto. Le recordé que en España el vino es más barato que el agua. Pero, eso sí, amigo lector: cuidado con beber aguardiente traido del interior, pues ese sí podría salir chibiado.

7. Finalmente: cómo pasarla chévere, ¡ay hombe!, olvidándose de todo.

De todo hay que olvidarse en Valledupar durante la celebración del Festival –dice el compositor Gustavo Gutiérrez--, menos de una cosa importante: de que hay que olvidarse de todo. Y, para lograrlo, no solo hay que seguir al pie de la letra las recomendaciones hechas, sino que debe tenerse muy claro que cada tierra tiene una manera particular de divertirse, como la tiene de comer, de soñar y de amar. Cero críticas. Esa es la clave, cero críticas y mucho respeto por lo que esta gente hospitalaria, creativa y querendona ha construido a partir de la cotidianeidad. Cosa tan seria, que ha trascendido las fronteras logrando despertar el interés de mucha gente en otros países, y de manera tan fuerte y poderosa que alguien ha llegado a afirmar que el ser vallenato podría presentarse ante el mundo como alternativa de goce, de encuentro con uno mismo y de felicidad. ¡Ay, hombe, juepa je!

PARA QUE SIRVE UNA PIQUERIA ?

Por : David Sanchez Juliao.

-- Para detectar a los verseadores más atrevidos. Nadie que no sea talentosamente atrevido, sale bien librado de una piqueria vallenata. La piqueria es una justa, como aquella de los caballeros de la edad media, en la que cuentan las espuelas, la armadura, el caballo, la lanza, el valor, la entrega... y hasta el relumbrante penacho. En la piqueria se batalla, como en el medioevo, por el honor y por el amor de una dama, allí presente ...y casi siempre silenciosa. Solo de entre los mejores sale el mejor.



-- Para revivir piques ‘casaos’ de tiempo atrás. Hay verseadores que casan piquerias infinitas, y no es extraño que el pique verbal se extienda por años, de parranda en parranda. Algunas veces resulta imposible detectar la fecha del comienzo de un pique, y solo se comenta que fulano y zutano no se pueden ver, y que cuando se vean... ¡se van a levantar a versos!



-- Para sacarse viejos clavos. Algo tiene que ver este punto con el anterior, pero no tanto. Hay piques que no son ‘casaos’ de por vida, sino puntuales y específicos. Un comentario adverso, un desfase verbal, el gesto de ingratitud de un amigo o conocido ha quedado en el alma de un verseador como una piedra en el zapato. La piqueria, entonces, se presenta como el espacio ideal para sacarse el clavo, recibir los descargos y pasar a borrones y cuentas nuevas. ¡Y va el trago, compadre! ‘Todo arreglao’.



-- Para hacer fama a costilla de otro. Este es un sindrome particular de los jóvenes talentos, de esos que se aparecen en las parrandas para ver qué cantante o verseador conocido ha entrado a participar. De modo que, por ejemplo, sin que un Poncho Zuleta nada le haya hecho, el intrépido aparecido pasa a decirle en verso que está flaco y ‘acabao’, y que la fama lo tiene ‘atropellao’. Si Poncho le responde, el nuevo talento se ha salvado.



-- Para exaltar la presencia de ilustres visitante. Parranda que se respete, dice Ernesto McCausland, tiene que contar con un visitante ilustre, y si es cachaco, mejor. A ese conspicuo sujeto se le exalta hasta elevarlo al cielo. Toda presencia ilustre adorna una parranda con piqueria. Existen, incluso, fórmulas de rima ya manidas. Si el visitante es de apellido Cajiao, el verseador dirá que, de verlo, está ‘emocionao’; si es de apellido López, le es dedicado ‘este toque’; si es un Samper, exaltarán a su ‘bella mujer’; si se apellida Corredor, siempre será un ‘insigne doctor’. Y así...



-- Para lanzar candidaturas presidenciales. El ilustre visitante, aunque no posea las cualidades, aunque le falten cinco millones de votos y aunque –por más que se esfuerce–no dé la talla, saldrá de la piqueria investido de precandidatura presidencial. Y si es cachaco, más rápido, y si su apellido es Cifuentes o Valiente, con toda seguridad, de los versos de esa piqueria... ‘saldrá presidente’.



-- Para levantar ‘chamba’. Este punto 7 es, lógico, el colofón de los dos anteriores, 5 y 6. Como en el 5 y 6 de los caballos, el atrevido joven verseador –el de los puntos 1 y 4–visitará más tarde en Bogotá a aquel ilustre, ínclito, brillante y exaltado visitante, en busca de que le ayude con una recomendación para un puestecito en la Contraloría, por ejemplo. Así que, una vez lo vea en un pasillo o en un ascensor, le dirá: “Doctor, ¿se recuerda de mí? Yo soy aquel muchacho que le versió en la piqueria del pasado Festival, ¿se acuerda?: el que lo lanzó para presidente. El joven talento podría lograr la recomendación solicitada. Falta ver qué dice el Contralor.



-- Para hacer las paces. Un pueblo al que, culturalmente, tanto trabajo le cuesta pedir perdón y reconocer errores, encuentra en los cantos de la piqueria la mejor oportunidad para hacerlo, de manera elegante y sin ‘rajarse’ como los charros mexicanos. El estímulo de un par de Oldparrcitos sirve como empujón final para cantar: “Perdóneme, compadre querido / por lo que ese día le hice /. De la pea estaba fundido / y ofenderlo nunca quise”. Y allí, plas-plas, viene abrazo, y amigos de nuevo. ¡Va el trago!



-- Para conquistar muchachas. Por algo nuestra lengua ha acuñado la expresión “echar flores” para significar cumplidos y galanterías hacia las damas. Así, pues, la piqueria es algo mandado a hacer para presentar a las hermosas muchachas –actores pasivos de tales eventos, por lo regular-- ramilletes de rosas verbales en los que términos como hermosura, belleza, donaire y hasta ‘bonitura’ gozan de colores, aromas y sabores. Ante los versos, las sonrisas femeninas no se hacen esperar. ¡Ha empezado la conquista!



-- Para echar indirectas afectivas a la ‘tiniebla’ de turno. Es tan sutil a veces el manejo del lenguaje vallenato en todos sus planos y operaciones, que raramente se percatan los asistentes a una parranda con piqueria de la existencia de un ‘affaire’ entre una dama y un caballero presentes. En la piqueria, los amantes ponen a prueba la efectividad de un código que, como todo código, es cifrado.



Conclusión: Como hemos visto, la piqueria, para lo que a veces menos sirve es para piquerear.

EL DIABLO TUVO LA CULPA

Por: David Sanchez Juliao.

De muy pocas cosas buenas en este mundo el diablo es causante. El vallenato es una de ellas, pese a que el fenómeno parece más producto de Dios que de Lucifer. Pero es que Dios, si bien es eterno, infinitamente bueno, sabio y poderoso, no es pícaro. Y el vallenato es, ante todo, picardía.


Desde cuando el diablo tuvo la culpa, mucha agua ha caído del cielo en los más de cien años que hace que todo empezó. Y todo empezó, según la leyenda, con un campesino de pie en el suelo, mochila y sombrero, llamado Francisco Moscote, más conocido como Francisco el Hombre; célebre, entre otras cosas, porque –al igual que sucedió con Rafael (El Hombre) Escalona-- fue inmortalizado por el Nobel García Márquez en las páginas de Cien años de soledad.

Este Francisco el Hombre, de quien se dice que vivió cien años, entre 1853 y 1953, tocaba con tanta maestría el acordeón y cantaba tan bien, que al diablo no tardó en caer presa de celos; porque el diablo era el diablo y porque se suponía que nadie tocaba o verseaba mejor que él. Todo terminó en un reto a duelo, pero cantando. La pelea fue dura, pero trascendió que Francisco el Hombre logró derrotar al maligno contrincante cantándole el Credo al revés: “Oerc ne Soid Erdap Osoredopodot, rodaerc led oleic y ed al arreit..”, aretécte --esto último significa etcétera.

La leyenda carga, como vemos, una alta dosis de picardía. Pícaro debió haber sido el propio Francisco el Hombre, autor, según también se cuenta, de los primeros cantos vallenatos. Lo que siguió a la pelea, constituyó la herencia: humildes campesinos trabajadores y parranderos que, tocando por simple diversión o ejerciendo la juglaría, se movían por la región llevando noticias cantadas a los poblados, a cambio de alojamiento, algo de comida y mucho de ron. Pronto, se abrieron las tendencias: más suaves, melancólicos y líricos unos, más rápidos y picarescos otros, y más épicos y ‘periodísticos’ los últimos. Y hasta los lejanos parajes del Sinú y las Sabanas, en el Caribe occidental, llegaron los ecos de aquellas notas, las que en esas tierras fueron adobadas con ingredientes locales.

El fenómeno se había dado. Hoy, más de cien años después, el vallenato sobresale como componente de la gran antorcha cultural colombiana, al lado de la ruana, el sombrero vueltiao, la mochila tejida, aquel tunjo de una marca de cerveza... y una canción: “La gota fría”, coincidencialmente vallenata... y pícara, muy pícara.

La verdad de Dios

Si el runrún de la leyenda constituye la verdad del diablo, hay otra que, por cierta y más verdadera, suponemos que sea la verdad de Dios. Aquellos cantos nacidos de la inspiración analfabeta se han tomado el mundo. Carlos Vives llena plazas y estadios Europa, Julio Iglesias graba travesura vallenatas, Paloma San Basilio solicita a Rafael Escalona que le componga una canción, y el joven público de Viña del Mar aplaude a conjuntos de rock en español, cuyo músico estelar es un acordeonero vallenato de guayabera y sombrero vueltiao. Más aún: las grandes orquestas de salsa antillana exponen al mundo extrañas versiones de aquellos cantos simples pero cargados de verdades universales, pues sus letras celebran lo mismo que se celebra en París o en Riohacha, en Nueva York o en Santa Marta; en Cúcuta o en Katmandú: el amor, la alegría, la amistad, el dolor.

¡Ni hablar de lo que el fenómeno ha empezado a significar para Colombia en términos de generación de empleo, de captación de divisas, y del aumento del PIB y del per capita! Pero, si en torno al vallenato todo parece ser conveniente y benéfico, cabe preguntarse: ¿Por qué se le echa la culpa al diablo? Una respuesta podría ser: Es que... los colombianos somos la gran contradicción. ¡Y todo porque nadie se imagina a Dios tocando acordeón, vistiendo guayabera, usando sombrero vueltiao y cantando vallenato! Punto, aparte, y volvamos atrás.



La ‘verdá-verdá’: la sin Dios y sin diablo.

El vallenato es una trinidad de almas que se expresa en tres instrumentos –valga la redundancia--: la caña-guacharaca de los indios, el tambor-cuero de los negros y el acordeón de los blancos. Todo ello, magistralmente expuesto en la canción Fuente Vallenata del compositor sabanero Aldolfo Pacheco (ver recuadro). Pero, ¿cómo fabricó la historia aquel interesante mestizaje?, esa es la pregunta del millón.

Al llegar los españoles en el siglo XVI, la hoy Costa Atlántica colombiana fue bautizada como Gobernación de Nueva Andalucía. A esa gobernación pertenecía la Provincia de Santa Marta, de la cual formaba parte el Valle de Upari – el que comprendía el valle del Río Cesar, la Baja y la Alta Guajira. Los españoles habían traído sus cantos, como también sus instrumentos; e igual cantaban y tenían instrumentos los primigenios habitantes de la región de Upari, los Chimilas, indómitos y bravos aborígenes que en repetidas ocasiones rechazaron a los españoles.

Mientras los españoles insistían, muchos esclavos fugaos de Santa Marta y Riohacha buscaron refugio en aquellas tierras sin conquista. Los negros, lógico, también cantaban y habían confeccionado instrumentos similares a los de Africa a partir de materiales locales. Los indios resultaron en extremo hospitalarios con los negros. De modo que el proceso de zambaje se dio antes que el mestizaje. Cuando por fin los españoles lograron someter la región a sangre y fuego, el préstamo cultural entre indios y negros tuvo comienzo. Solo a fines de ese siglo, el XVI, fue fundada la Ciudad de los Santos Reyes de Valledupar. Así empezó a cobrar vida lo que hoy se conoce como cultura vallenata.

Corrió el tiempo. Los españoles habían traído a Santa Marta ganado procedente de las Islas Canarias, y un buen día decidieron arrear unas mil quinientas reces hasta el lejano Valle de Upari. Pero un feroz aguacero acompañado de rayos y centellas hizo que el enorme viaje de ganado de desbandara y se perdiera en los montes. Resultó imposible recuperarlo. De modo que el ganado se reprodujo al antojo por más de un siglo entre valles y espesuras. Pronto, aparecieron las haciendas, cuyos peones, negros, zambos y mestizos, se dieron a la caza del ganado cimarrón. En ese contexto nació el llamado canto de vaquería, ascendiente directo de la música vallenata.

En medio de las faenas, los peones cantaron y cantaron, a las proezas del quehacer, a los maltratos del patrón, a los sinsabores y las alegrías de la vida y al amor por la hembra, unas veces cariñosa y otras desdeñosa. “Sígueme, vaca, vaquita / que vamos para el playón, / que allí tengo a mi morena / y media botellas de ron”... “Mi caballo y mi mujé / tienen una peladura. / La de mi caballo sana, / la de mi mujé no cura”.

Aquellos cantos simples, pronto hallaron ritmo y melodía, y empezaron a ser acompañados por la guacharaca heredada de los indios, por un remedo de tambor africano bautizado como caja, y por la flauta de millo.
Lo que faltaba

Algo faltaba, sin embargo, pues la flauta de millo quedaba corta de armonía. Había mucho que expresar y mucho que decir más allá de las palabras y los versos. Era preciso poner a cantar, cuerpo, alma ...e historia. Ese algo que faltaba, ese perfecto complemento, era el acordeón.

¿Cómo saber que faltaba ese instrumento, si no lo conocían? Es que... sí lo conocían y lo habían oído sonar a lo lejos. Distante, cuando vibraba airoso en las lujosas salas de los patrones, a las cuales mestizos, mulatos y zambos sólo tenían acceso en calidad de servidumbre. Pero, en asuntos de fiestas y licores, como en otros asuntos, los patrones eran insaciables. Así que, cuando rendidas por el cansancio, las emperifolladas damas buscaban la cama, los patrones corrían a terminar el convite en las cocinas o en los lejanos galpones de la peonada. Y allí, el acordeón, que había entrado por las costas para diversión de los blancos, empezó a caer en las manos del pueblo raso... hasta que por fin desbancó a la flauta de millo. Se había consolidado el fenómeno: había nacido el vallenato de verdad.

A estas fiestas de fin de fiestas (hoy conocidas con after-parties) se les llamó las colitas, pues eran en verdad las colas de los saraos o los ambigús de sacoleva, champaña y satín, animadas con mazurcas, polkas y valses vieneses. Pero las colitas tuvieron después sus propias colas. Señores y peones no tardaron en salir a la calle en un paseo musical en el que se mezclaban el frac y la alpargata, el ron criollo y el Medoc, Strauss y Francisco el Hombre.


El resto es historia

El Valle de Upari continuó aportando al mundo intérpretes de los viejos cantos anónimos, lo mismo que compositores que ahora firmaban sus canciones. Esta nueva juglaría de autor conocido, no tardó en tomarse el país. Pero lo hizo, curiosamente, desde Bogotá, lugar en el que aquellos cantos aparecieron de la mano y en la voz de jóvenes estudiantes y de desempleados que llegaban al altiplano en busca de nuevas oportunidades. Bogotá les abrió sus puertas, como a tantos otros. Desde la fría Capital, lugar en el que el canto vallenato fue aceptado antes que en otros lados, aquellas rimas lograran permear importantes ciudades de la propia Costa Atlántica.

Otro fenómeno se operó al tiempo. Con el desarrollo de la agroindustria algodonera en los campos del Cesar, muchos campesinos del Sinú y de las Sabanas de Bolívar se convirtieron en trabajadores golondrinas que aparecían por los meses de recolección de cosechas para luego regresar a sus tierras llevando consigo el frescor de tantas notas. La llamada escuela del vallenato sabanero no tardó en aparecer, con cantos adobados con sales de porro y pimientas de cumbia.



Y la historia continuó...



Entre los años sesenta y ochenta el vallenato logró catapultarse. No solo en Valledupar se afianzó la parranda vallenata como institución, sino que en otras importantes ciudades de país, con Bogotá a la cabeza, aquella instancia cultural se legitimó. La parranda vallenata consistía, y sigue consistiendo, en una reunión de amigos, una justa de la palabra, en la que se bebe, se canta, se cuentan anécdotas, pero en la que jamás se baila –pues puede resultar ofensivo para los maestros de la música y el verso, a quienes les complace ser vistos, escuchados y admirados.

Una de las partes más importantes de la parranda es la piqueria. El término tiene su origen en la riña de gallos, y viene de pique, que es el reto de un gallo a otro. La piqueria es un cardinal componente de la parranda, y en ella se desafía al oponente con verso irónico y sarcástico, pasando a veces al plano de lo meramente privado y personal. Pero en la piqueria también se envía “recaos groseros” a supuestos oponentes lejanos, los que, seguramente, algún día responderán. La mejor muestra de ese caso es el archiconocido paseo de Emiliano Zuleta, La gota fría, en el que el autor envía uno de esos “recaos groseros” a su contrincante Lorenzo Morales.

Pero en la piqueria no siempre se piquerea. Su espacio en la parranda vallenata es usado para muchas otras muchas cosas: para conquistar mujeres a punta de flores verseadas, para exaltar al ilustre visitantes y para contribuir con la reducción de la tasa de desempleo (ver recuadro).


Mas allá de la parranda

Muchos comentan que es tal la importancia de la institución de las parrandas, que en ellas se dan a conocer –piquereando o no– los más hábiles acordeoneros y los más talentosos cantores. Esos que, luego de agotadas la posibilidades locales, se lanzan a conquistar fama y dinero, lográndolo a fin de cuentas.

Los herederos de aquellos ascendientes campesinos iletrados y andariegos, pronto se convirtieron en estrellas que brillaron en el firmamento nacional. Entre ellos, el gran maestro Rafael Escalona, a quien hay que culpar –como al diablo– de que el tan provinciano vallenato hubiera logrado conmover el alma de los bogotanos y luego al resto del país, con sus deliciosos paseos, sus suaves y dulces sones, y sus alegres y bullangueros merengues.

Los conjuntos proliferaron, y las casas disqueras empezaron a hacer de las suyas; y, no dándose siempre la coincidencia del doble talento de cantante y acordeonero en la misma persona, surgió de repente la figura del cantante estelar: ese que hacía pareja con un muy bien dotado acordeonista, también estelar. Estos binomios de oro empezaron a proliferar. Todo ello contribuyó a que el ser intérprete vallenato deviniera en una respetable y lucrativa profesión.

Profesión exigió más y más para su ejercicio. Con el tiempo, el público no sólo demandaba más intérpretes y nuevas canciones, sino mayores espacios para divertirse en forma masiva, como las casetas y los estadios. Y exigía conjuntos más grandes y más y sonoros, de seis, ocho, diez, doce, veinte músicos. Los conjuntos se abrieron como la cola de un pavo real, con su plumaje de congas, guitarras eléctricas, tumbadoras, bajos eléctricos, maracas, teclados, cobres y batería. Estaba claro que había que competir con el merengue dominicano, con la salsa de Cali y del Caribe, con el son cubano, con las orquestas de porros y con los Melódicos y los Billo’s venezolanos. No era fácil la tarea.

Tales dimensiones empezaba a alcanzar aquella música simple, llana y elemental de los principios. Ahora sí se sentía, como nunca antes, la presencia de Lucifer en el asunto.

El tate-quieto del Festival



No hay que negar que la idea del Festival Vallenato entró a poner orden en la sala. A darle al fenómeno, como dicen en la Costa, su tate-quieto.

El Festival de la Leyenda Vallenata tuvo su primera versión en abril de 1968, y en este año 2005 celebrará su trigésima séptima justa al final del mismo mes. En aquel 68 lejano –semanas antes de la gran revuelta estudiantil de París--, la dirigencia vallenata encabezada por la Cacica Consuelo Araujonoguera, el compositor Rafael Escalona, la distinguida Myriam de Lacouture y doña Cecilia “La Polla” Monsalvo, presentaron a Colombia una alternativa de celebración de la cultura y de la vida, cuyo primer rey fue quien debía ser: el gran Alejandro Durán.

A partir de la primera elección, muchos reyes –uno cada año– han sido coronados y muchos ‘príncipes’ electos en las restantes categorías, que van desde la canción inédita hasta la de semi-profesionales, pasando por la de aficionados y la de canción inédita. A partir de entonces, también, Valledupar despegó hacia el logro de la categoría de polo turístico, uno de los más importantes del país, especialmente por esas fechas en las que es casi imposible conseguir habitación en los hoteles.

Pero si faltan hoteles, sobran las casas, en las que –con los brazos abiertos como puertas– los vallenatos hacen gala de una hospitalidad que llega acompañada de los mejores platos de la exquisita cocina local –el guiso de chivo como bandera y blasón--, de interminables parrandas, con piqueria incluida, de los mejores licores y de las más exquisita cordialidad.

La exuberante farra del Festival se cierra el día de la Virgen del Rosario, en el que anualmente se conmemora la tenaz lucha de los primigenios pobladores indígenas contra los conquistadores que tanto tardaron en someter el territorio. En la noche de ese día, se lleva a cabo en la tarima principal la gran eliminatoria de los profesionales. De ella surge el Rey vencedor, el que, como todos los demás participantes de toda categoría, deberá haber interpretado los cuatro ritmos vallenatos –paseo, son, merengue y puya– sin acudir a los diabólicos artilugios del Gran Culpable. Es decir, como parte de un conjunto de tres músicos que, de manera canónica, toca los tres instrumentos sobre los cuales el fenómenos asentó sus comienzos: la caja, la guacharaca y el acordeón. Ese tate-quieto, ideado por los pioneros del Festival, es lo que ha hecho decir a muchos obispos de la Costa que, pese a que el diablo fue el culpable de todo, sólo en el Festival palpita y vive la presencia de Dios.


¿Y la presencia de Alá?

Por haber defendido aquello de la disputa musical con los tres instrumentos tradicionales, muchos vallenatos ilustres se han buscado problemas. Tal es el caso del compositor Félix Carrillo Hinojosa, de quien Numas Armando Gil dice que, “por fundamentalista”, debería ser llamado “El talibán del vallenato”. Ante el pique, Félix Carrillo no se ha quedado quieto. Reaccionando ‘de vallenata manera’, ha mandado “un recao grosero” a Numas Armando Gil; tan grosero como aquel de Lorenzo Miguel:

“Armandito me ha tratao

de talibán del vallenato.

Qué tipo tan atrasao:

soy talibán dej’ace rato”



Posdata:

Entremos, pues, al goce vallenato en la nueva versión del Festival, de la mano del diablo, de Alá y, sobre todo, del Dios Todopoderoso, Único y Verdadero. Y de la mano de la nueva teología caribe, porque, permítaseme decir que... En la Costa, Dios es costeño y usa guayabera. Pero, ¿dirá Ay, hombe, juepa jé? Seguramente sí, sobre todo cuando, contento, nos ve a todos en misa.

viernes, 15 de abril de 2011

MAÑANITAS DE INVIERNO

Por: Julio Oñate M.

El año 1993 fue un año de grandes logros en la carrera musical de los hermanos Zuleta, artistas profundamente arraigados en el sentimiento del pueblo Colombiano y Emilianito se destacaba no solo como un verdadero maestro del acordeón sino también como un compositor consagrado que muy de cerca seguía los pasos de los grandes trovadores del canto vallenato, erigiéndose como el primer rey de reyes de la canción inédita en el festival de Valledupar.
Cualquier día de cualquier mes del citado año Emiliano disfrutaba de un descanso en compañía de Yezenia, su compañera, en su finca “Las Matildes”, ubicada en cercanías de Urumita (Guaj.)
Después del canto de los gallos y recrearse con el ordeño en la madrugada ya despuntando el día se fueron los dos a inspeccionar el plantío de guineo serrano que Mile había sembrado más allá de los corrales. Era de mañanita el cielo estaba cargado de nubes y el sol aún no se asomaba como presagio de la llegada del invierno. De pronto empezó a caer una pertinaz llovizna que obligó a la pareja de enamorados a guarecerse dentro de la casa y ya refugiado entre los brazos de su mujer, Emiliano, apasionadamente empezó a tararear unos sentidos versos que le darían forma a una de sus canciones más amorosas.
Los versos brotaban como un manantial que acababa de romper fuente y el afanosamente buscó un papel y algo con que escribir temiendo que aquellas frases tan bonitas se le pudiesen escapar si no las fijaba rápidamente. Su afán aumentaba al comprobar que en el lugar no había una hoja de papel y mucho menos con que escribir. Recursivamente Yezenia tomo una servilleta y con una lápiz de cejas logro plasmar los primeros trazos del canto que nacía de forma inesperada.
Una vez facturada la canción con el título Mañanitas de invierno fue popularizada en las parrandas de los Zuleta quienes ese mismo año la grabaron exitosamente colocándose en los primeros lugares del hit parade vallenato.
A mediados del año noventa y cuatro Emilianito tuvo la gran satisfacción de animar una parranda que en Cartagena el senador por Bolívar, Juancho García, ofreció en homenaje al ilustre presidente Cesar Gaviria y a su Sra. esposa Ana Milena. No estaba Poncho presente y Mile vocalizando dedico a la pareja presidencial su nueva canción Mañanitas de invierno
La primera dama de la nación quedó fascinada al escuchar este precioso paseo y muy cortésmente le pidió a su autor que le gustaría volver a escucharla en la fiesta de su cumpleaños que próximamente se realizaría en el palacio de Nariño allá en la capital. La invitación quedó formalizada y unos días más adelante un estafeta de palacio trataba de coordinar con Emiliano los detalles del viaje en la aerolínea Avianca. El grupo de los Zuleta era numeroso y no fue fácil cuadrar lo de los cupos por lo tanto para salvar el impase de Bogotá fue enviado el avión presidencial a recogerlos a Valledupar. De inmediato surgieron críticas al respecto no obstante haber cancelado de su bolsillo el doctor Gaviria la gasolina del crucero siendo necesario que el regreso se realizara en uno de los Hércules de la fuerza aérea Colombiana.
La parranda en palacio tuvo los ribetes de un acontecimiento nacional pues además de los ministros del despacho asistieron los ex presidentes López Michelsen, Belisario Betancourt, Virgilio Barco y el “cancamán” de nuestras letras, Gabriel García Márquez. En un momento de gran entusiasmo el ministro de gobierno, doctor Fabio Villegas, acompaño a los del grupo tocando la guacharaca y fue tan esplendida su faena que Adán Montero le obsequio el instrumento al final de la jornada.
Complaciendo la petición de la primera dama de la nación Mile interpretaba Mañanitas de invierno, pero antes de finalizar esta el premio Nobel ordenó suspender la ejecución pidiéndole al cantautor que repitiera el solo con su acordeón el siguiente fragmento:
Mira que el cielo ya se vuelve a nublar
Y unas gotitas empiezan a caer
Vamos pa` dentro que nos vamos a mojar
Para que estemos bien solitos y yo así entregarte
Mi cariño pa`que tú te sientas más mujer.

Después de escucharlo atentamente Gabo sentencio delante de todos:
“Es esta la forma más culta que yo he escuchado para decirle a una mujer, vamos a echar un polvo”.

sábado, 2 de abril de 2011

UNA CANCION Y 44 BALAZOS


Por Fredy González Zubiría


Buena parte de las canciones vallenatos consideradas como clásicas narran vivencias, pasajes y anécdotas, o son manifestaciones de amor o de nostalgia. En síntesis, las letras son inspiradas por sucesos o sentimientos pasados o presentes. Los compositores convierten en personajes populares a sus amadas, amigos y compadres, quienes inspiran al artista. Muchas veces por fortuna la melodía es premiada con el éxito.

La Locura

La relación del homenajeado y la canción, es de orgullo y gratitud pues significa su ingreso al universo creativo del compositor el cual inmortaliza su nombre en el canto. Es el caso, por ejemplo, del tema “Lluvia de Verano” de la autoría del maestro Hernando Marín Lacouture, inspirada y dedicada a su amigo Lisímaco Peralta, el cual marcaría el destino de su protagonista.

En mayo de 1978 se lanza el álbum La Locura, grabado por el entonces joven cantante guajiro Diomedes Díaz, quien frisaba los 21 años, acompañado en el acordeón por su paisano Juancho Rois, dos años menor que él. Ninguno de los dos jóvenes talentos intuía la magnitud del éxito que alcanzaría un trabajo musical que a la postre los consagraría como grandes del folclor.

El acordeón con que interpretó Rois aquellas melodías ni siquiera él mismo pudo repetirlo en otros discos. Una posible influencia del sacerdote capuchino italiano Hilario de Pescosolido, conocedor de música sacra y experto en acordeón piano y armonio, con el que Juancho tomó clases a su paso por el colegio La Divina Pastora de Riohacha, puede explicar la singular evocación barroca en temas como “Acompáñame” y “ El alma en un acordeón”. El álbum aún hoy es considerado un hito dentro de la música vallenata. Siete de los doce temas del LP se convirtieron en éxito inmediato: “Acompáñame”, “La Piedrecita”, “El Alma en un acordeón”, “Vendo el Alma”, “Lo más bonito”, “Sol y Luna” y, por supuesto, “Lluvia de Verano”.

La locura fue el nombre más apropiado para el disco, no sólo porque musicalmente constituía un derroche de talento incomparable, sino porque reflejaba acertadamente la convulsa época que se vivía en La Guajira. Y es que en 1978 se iba a producir la más grande cosecha de marihuana de toda la bonanza: Las 75.000 hectáreas de cannabis sativa sembradas en la Sierra Nevada (en la parte guajira) simulaban un inmenso delantal.

El cultivo y exportación de marihuana se habían convertido en el mayor generador de empleo rural y urbano en la media guajira y parte del sur del departamento. El campesino emocionado recibía montones de dinero que nunca hubiesen llegado a sus manos sembrando yuca o plátano. Era la locura. Así mismo, la alta capacidad adquisitiva impulsó el armamentismo civil, en una tierra donde la tenencia de armas hacía parte de una larga tradición para la custodia del honor. Las armas facilitaron que los pequeños conflictos, que anteriormente se resolvían con el diálogo de los mayores, ahora terminaran en tiroteos con saldo de muertos y heridos. Era la locura.

Entre los miles de jóvenes campesinos que se engancharon en el negocio de la marihuana figuraba Lisímaco Antonio Peralta Pinedo, nacido en 1947 en el desaparecido caserío de Guacaraca, jurisdicción del corregimiento de Las Flores, municipio de Riohacha en la época. Hijo de Luis Rafael Peralta Moscote y María Pinedo Gil, ejerció diversos oficios desde jornalero hasta conductor de camioncitos, volquetas y taxis, empujado por la pobreza.

A mediados de los años setenta Lisímaco, al enterarse de las ganancias que producía la marihuana, decidió meterse al negocio, primero como transportador de las fincas a los puertos y pistas de aterrizaje clandestinas y luego como comprador de cosechas que él mismo embarcaba. De esa forma hizo una pequeña fortuna, invirtió en propiedades y se estableció en Santa Marta.

Por esa época conoció a Hernando Marín, famoso juglar del folclor vallenato, bohemio y aventurero, a quien invitó a finales de 1977 a una parranda en su casa en Santa Marta. Luego de tres días de whisky, Lisímaco convidó al compositor a que lo acompañara a La Guajira a ojear una caleta de marihuana que estaba próxima a embarcarse. En medio del monte guajiro, sentados sobre pacas de yerba, Lisímaco Peralta le narró a Hernando Marín la historia de su vida, la pobreza que golpeó a su familia, y las dificultades y penurias que lo acompañaron por muchos años, hasta que por fin, gracias a la marihuana, había logrado cambiar de situación. También le contó de sus sueños de infancia y de sus triunfos y derrotas amorosas. El artista, conmovido por el relato, le tarareó los primeros versos de aquella canción, que se convertiría en todo un clásico de la música vallenata.

Ya no tengo ni penas ni
sufrimientos/
ya se fueron como el viento
huracanado/
y las penas que me ardían dentro
del pecho/
de penas y sufrimientos se
acabaron/
ya no quedan ni siquiera los
recuerdos/
y si llegan, ya son lluvias de verano.

Al día siguiente, luego de dar las últimas instrucciones a los vigilantes de la caleta, viajaron hasta Las Flores, el pueblo de Lisímaco, y se alojaron en la casa de su suegra, Inés Toro. Hernando Marín, por la amistad que habían cultivado y cortado por el guayabo y el hambre luego del largo viaje, se sintió atraído por el delicioso olor de guiso que salía de una inmensa olla. Se acercó a la estufa y quitó la tapa para cerciorarse de lo que su olfato le indicaba, cuando fue sorprendido por la dueña de casa Inés Toro quien le dice: – ¡Suelte esa tapa! El músico sorprendido le dijo – ¿Doña, no sabe quién soy yo?– ¡Usted puede ser quien sea, pero a mí no me gusta que me neceen las ollas! Sin argumentos, Hernando Marín sonrió, tapó de nuevo la olla y siguió para el patio. Ya sentado en una butaca, siempre alegre y bonachón, el maestro le pidió a doña Inés que escuchara unos versos que le había compuesto a su yerno, y le cantó el coro.

Porque fuiste como lluvia de
verano./
Y al que le pique, que le pique,
por mí, que se siga rascando.



En marzo de 1978 Hernando Marín regresó a Las Flores y le anunció a Lisímaco Peralta que su canción sería grabada por Diomedes Díaz y Juancho Rois. Inmediatamente se armó la parranda en el quiosco de Reyes Corina, y Marín cantó la versión definitiva de “Lluvia de Verano”.

Las lluvias del verano no son
frecuentes/
son carrizos que refleja el tiempo
malo/
y si vuelve una de las que me
dejaron/
reconcilio porque no soy valiente
que no digan las mujeres que soy
malo/
malas ellas que buscan su mala
suerte

En menos de quince días el álbum La Locura sonaba a todo volumen en los equipos de sonido, pasacintas y pickups del Caribe colombiano y en las grabadoras de los estudiantes costeños de Bogotá, quienes vivían en cofradías en los barrios Palermo, Teusaquillo, Sears (hoy Galerías) y Campin. El tema “Lluvia de Verano” fue el más popular, y era cantado a todo pulmón por jóvenes y viejos mañana, tarde y noche.

Aprendí en el diccionario de la
vida/
a conocer la mentira de la gente
menos mal que yo he sido un
hombre valiente/
que aunque sangre no me duelen
las heridas/
porque tengo mi experiencia
conseguida/
mantendré siempre levantada la
frente

La melodía se convirtió en un canto épico del guajiro y del costeño victorioso. En La Guajira y el Magdalena era el himno del marimbero triunfante, de aquél campesino que zafó a la pobreza o del urbano que había pasado de ser un varado a “tener la tula”. En Bogotá y Barranquilla era canto de quienes habían logrado estudiar un bachillerato o una universidad, hijos de los comerciantes de Maicao, los ganaderos del sur del departamento y del Cesar o de los funcionarios y pequeños comerciantes de Riohacha.

Canto, rio, sueño y vivo alegre
Al que le duela que le duela
Si se queja es porque le duele

“Lluvia de Verano” de alguna manera, exaltaba el fin del ostracismo guajiro que a su vez se convirtió en una peculiar presentación ante la sociedad colombiana por sus variantes extremas; la amable, representada por el mejoramiento de la calidad de vida de unos, reflejada en el acceso a la academia y la difusión de su música, y la amarga, expresada en el vendaval de violencia extrema que se vivió. Esta última de dos orígenes, la de las guerras interfamiliares y la violencia gratuita, producto de la arrogancia y la intolerancia, alimentada por el frenesí del dinero fácil y agravada por la aparición en escena de algunos psicóticos que deliraban por disparar los cuales llenarían de luto la península y parte de la costa.

La gente, especialmente la nueva generación, entonaba alegre la canción y repetía el nombre Lisímaco Peralta sin saber quién era el ahora famoso personaje. Para la mayoría era un hombre que aburrido de una situación difícil, presuntuosamente “cambió de comedero”. Reflexiones perversas afirmaban que “el comedero” era una mujer, pero no, “el comedero” era el hogar de la mujer, la novia o la amante, dónde él llegaba a veces a desayunar, a veces a almorzar y a veces a cenar. Para la mujer guajira, sea esposa, mujer, novia o amante, es muy importante que su hombre se alimente en casa y por eso se esmera en preparar ella misma los alimentos. La ruptura de la relación produce una pérdida sentimental y lleva en consecuencia a un cambio de comedero. Y es que quien pierde a una mujer también pierde su sazón.

Tengo talla de hombre mujeriego
como Lisímaco Peralta
voy a cambiar de comedero

Lisímaco Peralta estaba feliz con su canción, pero no había tenido la oportunidad de escucharla en vivo, ejecutada por sus intérpretes. Las presentaciones de Diomedes y Juancho siempre se cruzaban con sus ocupaciones; cada vez que se proponía viajar a Valledupar o a Barranquilla, algo surgía: un inconveniente en el negocio, un enfermo en la familia o una visita inesperada. Era como si el destino no quisiera que los músicos se encontraran con el agraciado.

Un viaje sin retorno

En La Guajira y el Magdalena había preocupación por la cosecha de 1978; sabían de la presión que ejercía el gobierno de los Estados Unidos contra el cultivo y la exportación de marihuana a través de la fuerza pública, incluido el Ejército, la Marina y la Fuerza Aérea. Pero además, tenían presente que el gobierno de Alfonso López Michelsen tocaba a su fin y la política del nuevo presidente era una incógnita.

Lisímaco Peralta estaba intranquilo, el envío del embarque que lo convertiría en un nuevo rico se había retrasado. El buque que debía partir del puerto de Santa Marta hacia una playa de La Guajira a recoger la mercancía el 29 de julio tenía un desperfecto en el motor y su reparación tardaría algunos días. Decidió viajar entonces con uno de sus socios a la finca a poner al tanto de la situación a los vigilantes de la caleta para que no se impacientaran. Estaba nervioso, su plan era hacer el envío grande antes de la posesión del nuevo presidente, porque después cualquier cosa podía pasar. El 5 de agosto madrugó para la península, le comentó la novedad a los vigilantes y les dejó un buen mercado y abastos para una semana más.

Al tomar la troncal del Caribe de nuevo y ver en la vía el aviso que anunciaba la cercanía de su pueblo, le pidió a su socio, que entraran unos minutos para saludar a la familia. Al llegar a Las Flores se dio de cara con Adalcímenes Brito quien lo recibió con estas palabras: -Compadre, llegó como caído del cielo, hoy se presentan aquí Diomedes Díaz y Juancho Rois. -¡Cómo va a ser!- le dijo sorprendido Lisímaco. -Sí -agregó Adalcímenes- el dos cumplí años, y hoy cinco cumple mi compadre Ildefonso Pimienta, y nos pusimos de acuerdo para hacer una sola fiesta. -Compadre, voy de paso, madrugué pa’ Pénjamo y ya voy de regreso a Santa Marta, no traje ni ropa. –le contestó Lisímaco. -La ropa no es problema, yo le presto -le ripostó el compadre. -Está bien -cedió rápido Lisímaco, sin ofrecer mucha resistencia por el deseo frustrado de escuchar su canción en la voz de Diomedes Díaz. Se bajó del carro y le pidió al socio que lo viniera a buscar a primera hora del día siguiente.

En efecto, Adalcímenes Brito e Ildefonso Pimienta habían acordado hacer una sola fiesta, que pagarían entre ambos. Dos días atrás habían contratado la agrupación de Diomedes Díaz y Juancho Rois en Riohacha, cuando amenizaba en la capital del departamento el matrimonio de Danis Brito Rosado, oriundo también de Las Flores. El festejo sería en ‘Salsipuedes’, una casa que usualmente arrendaban en el pueblo para fiestas privadas o casetas.

Los cumplimentados invitaron a todo el pueblo, familia, amigos y conocidos. Entre ellos a Reyes y Juanito Guerra, dos hermanos que mantenían resquemores con Lisímaco, por motivos que se desconocían. Algunas versiones sostienen que ello obedecía a que Lisímaco, supuestamente, le prestaba su vehículo a Marcos López en Santa Marta, un florero residente en esa ciudad, enemigo de los Guerra. Otras voces niegan el hecho y aseguran que todo fue producto de un malentendido: el carro de Lisímaco Peralta era de la misma marca, modelo y color que el de Marcos López, una camioneta Dodge 300 negra, con la diferencia de que la de éste último era blindada. También se decía que la inquina entre ellos tenía que ver con una mujer, pariente de los Guerra. Lo cierto es que la inconformidad de Reyes y Juanito con Lisímaco afloró esa noche del 5 de agosto de 1978. El origen real de la pugna nunca se supo. Lo grave es que en ese tiempo los problemas se resolvían a tiros.

Por esos años Las Flores no gozaba del servicio de energía eléctrica. Y la del 5 de agosto era una noche oscura, sin luna, una verdadera boca de lobo. Los lugareños consiguieron una planta eléctrica o motor, como dicen en la zona, para suministrar energía a ‘Salsipuedes’. Hacía las 7 de la noche comenzó la fiesta; la gente se volcó a la casa de la calle 6, aglutinándose en el patio, en la sala y en la calle. La curiosidad por conocer a Diomedes y Juancho era general. Los músicos se ubicaron al final del patio en una pequeña e improvisada tarima.

Ildefonso Pimienta presentó a Lisímaco Peralta con Diomedes Díaz. Se dieron un fuerte abrazo como compadres de toda la vida. -¡El famoso Lisímaco Peralta!,- le dijo el Cacique de la Junta. -Soy famoso gracias a ti.- le contestó sonriendo Lisímaco. -Será gracias al compadre Hernando Marín- le recordó Diomedes. Se sentaron y brindaron con una Rois, como siempre, permanecía callado y solo se reía de los chistes y comentarios necios que se hacían.

“Salsipuedes”

La agrupación abrió su presentación con “Lluvia de Verano” y fue la locura, todos se levantaron a hacer palmas y cantar en coro. A Lisímaco se le aguaron los ojos de la emoción; en milésimas de segundos por su mente pasó su vida, su infancia de campesino, su juventud como conductor, sus dificultades, su pobreza y su primer “corone”. Le parecía increíble, ver y escuchar a Diomedes Díaz y a Juancho Rois en su pueblo, era algo reamente mágico. Al terminar la primera tanda, radiante y conmovido, los contrató para su cumpleaños de la próxima semana, el 12 de agosto. Les pidió que no se comprometieran por tres días y les ofreció como regalo una camioneta último modelo.

La fiesta continúo; el conjunto interpretaba cada una de las canciones del disco, convertidas en éxitos rotundos. A esas alturas ya Lisímaco había discutido dos veces con Juanito Guerra, quien insistía en el reclamo -Hoy te voy a matar- le dijo la primera vez. Lisímaco, inocente del infierno que estaba creciendo dentro de Juanito, pensó que estaba mamando gallo y contestó con una sonrisa. -¡Ve Juanito, deja de estar hablando locuras!-

Una hora después se le acerca de nuevo y le dice -Hoy te voy a matar.- Lisímaco, desprevenido y sonriente, le comentó a los dos amigos que tenía a su lado -A Juanito qué le pasa, es la segunda vez que me dice que hoy me va a matar.- Lisímaco y sus amigos se rieron, no creyeron en las palabras de Juanito Reyes, les parecía absurdo que los Guerra hablaran en serio; se suponía que aquella era una fiesta de amigos.

En esa época era normal que los hombres en La Guajira portaran armas. En los pueblos de la troncal del Caribe como Las Flores, La Punta y Dibulla se miraba como bicho raro a quien no portara un arma en su bolsillo o en su cinto. Esa noche en Las Flores, con la excepción de los cumplimentados, todos cargaban armas, motivo adicional para disuadir a cualquiera de hacer uso de ellas. El último tema de la segunda tanda de Diomedes y Juancho fue nuevamente “Lluvia de Verano”, todos seguían con palmas la canción, Lisímaco se levantó de la mesa y alzó los brazos: “Canto, rio, sueño y vivo alegre, al que le duela que le duela, si se queja es porque le duele”, coreaba con el Cacique de La Junta. Era su día, era su canto, y la próxima semana el embarque que lo convertiría en millonario partía con rumbo norte; era su triunfo.

Al final de la tanda algunos de los presentes pidieron al “picotero” que colocara algo de salsa. Empezó a sonar “El cocinero mayor” de Fruko y sus tesos. Los salseros incógnitos salieron al ruedo: Ismael Galván, Adalcímenes Brito, José Bermúdez, “patoco”, y Estivin Mendoza; se improvisó un concurso de baile y la gente se apiñó en la sala a ver el espontaneo espectáculo.

A la 1 y 10 Sidis Mendoza, la cuñada de Lisímaco, llegó a buscarlo. Le dijo con inusitada angustia, como si presintiera algo -Lisímaco, me dijiste que te viniera a buscar a la una porque venían temprano por él, vamos para que te acuestes,- le dijo la mujer. Lisímaco se quedó mirándola pensativo, y sonriente le contestó -No te preocupes, anda tú que en 15 minutos estoy allá, dile a tu mamá que ya voy.- Sidis se marchó.

A la 1 y 20 de la madrugada, el conjunto vallenato se aprestaba a dar comienzo a la tercera tanda, y mientras la mayoría de los asistentes estaban felices, gozándose la fiesta, los hermanos Guerra seguían inquietos y belicosos. Nuevamente Reyes se le acercó a Lisímaco a amenazarlo y éste con la paciencia colmada le contestó: -Bueno, tú te crees más hombre que todo el mundo.- Inmediatamente apartó a sus acompañantes, y llevó su mano al bolsillo buscando su pistola, pero Reyes sacó primero y le disparó dos tiros a quema ropa, hiriéndolo en un brazo y una mano. Lisímaco reaccionó y desenfundó su Pietro Beretta 9 mm., alcanzó a disparar una vez pero el arma se atascó. En ese momento recibió 7 tiros por la espalda de un acompañante de los hermanos Guerra, y Lisímaco cayó muerto con la pistola en la mano.

Sidis Mendoza acababa de llegar a su casa y se disponía a darle la razón a su mamá cuando se escucharon los primeros tiros. Temiendo lo peor, se llevó la mano al pecho y exclamó -¡Mamá, mataron a Lisímaco!- dijo, mientras se escuchaban más y más disparos.

Reyes intento fugarse saltando la tapia pero los acompañantes de Lisímaco lo bajaron a balazos. Recibió en total 44 tiros. La plomera fue terrible. El nombre festivo del sitio se convirtió en una espantosa realidad: Salsipuedes. Había gente disparando por todas partes. Juanito, el hermano de Reyes, intentó subirse en una mesa para disparar y uno de los presentes lo mató de un solo tiro. Ahí terminó la balacera. El hombre que le disparó a Lisímaco por la espalda había salido tranquilo en medio de la oscuridad y se encontraba ya lejos del pueblo.

El saldo fue lamentable, muertos: Lisímaco Peralta, los hermanos Juan y Reyes Guerra y José Tomás Bermúdez, este último, un anciano de 79 años. Los heridos: Eberto Alonso Povea Pérez, Cándido Celestino Povea Pérez, Enrique Luis Povea Pérez, familiares entre si quienes estaban en una misma mesa, y una mujer de nombre desconocido, natural de Tolú, invitada a la fiesta.

Cuando se armó la plomera, Diomedes Díaz y Juancho Rois se volaron la tapia, llegaron hasta la casa vecina y se metieron debajo de una cama; de ahí saldrían media hora después, descubiertos por un vecino conocido como “El negrito” quien, portando una ametralladora M-1, buscaba no se sabe a quién para matarlo. Solo hasta las tres de la mañana, cuando llegó el ejército, los músicos, escoltados por soldados, lograron abandonar Las Flores. Al subirse en el vehículo militar Diomedes sentenció -¡No vuelvo más a este pueblo!-

A esa misma hora, a decenas de kilómetros de allí, en la Sierra de la Totumita, una zona de la Sierra Nevada de Santa Marta, doña Alba Rosa Rosado, la madrastra de Lisímaco, estaba dormida; súbitamente despertó y sintió que le pasaban el peine por el cabello -Presentí que algo le había pasado a uno de los míos,- recuerda hoy, 30 años después.

Los hechos de aquel sábado aciago fueron producto de una serie de circunstancias desafortunadas que tuvieron como telón de fondo el ambiente de crispación social que se vivía en La Guajira en esos años por cuenta del negocio de la marihuana. Al parecer los hermanos Guerra no habían planeado nada, y tampoco tenían intención de hacerle el reclamo en Santa Marta a Lisímaco por la supuesta falta.

La serie imprevistos y casualidades que se conjugaron para hacer que la víctima estuviera presente en el festejo: el daño fortuito del motor del barco, su decisión de última hora de entrar a saludar a su familia; el reencuentro con los amigos; la fiesta con los ídolos vallenatos del momento, que estrenaban su canción; la negativa de atender la solicitud de su cuñada cuando fue por él, han dado pie para que en los vecinos de Las Flores exista el convencimiento de que Lisímaco Peralta murió por una mala hora. Tal vez la presentación en vivo de “Lluvia de Verano”, una innegable ovación a Lisímaco, atizó odios reprimidos, sostienen algunos. Lisímaco Peralta estaba casado con Aura Leticia Arévalo, su paisana, con quien tuvo 4 hijos. La semana siguiente cumpliría 30 años de edad.

Su nombre quedó inscrito para siempre en la Leyenda Vallenata con la canción que le compuso su amigo Hernando Marín, esa jocosa melodía adoptada como canto triunfal por toda una generación de guajiros y costeños, que 32 años después los parranderos siguen entonando a todo pulmón.

Su famoso intérprete, Diomedes Díaz, ha cumplido la promesa que hizo aquella noche debajo de una cama, en medio del tableteo incesante de pistolas y revólveres: no ha vuelto a cantar en Las Flores.

Epílogo

Horas después de la muerte de Lisímaco Peralta, en la lejana Bogotá, tomaba posesión como presidente de la República Julio Cesar Turbay Ayala. El primer acto de su gobierno consistió en la expedición del decreto 1923, también conocido como el Estatuto de Seguridad, con base en el cual ordenó militarizar La Guajira con más de 10.000 soldados, derribar los aviones no autorizados que llegaran a la península y bombardear las pistas clandestinas. El principio del fin de la bonanza marimbera había comenzado.